Cuando salió de la casa, el señor Halifax sintió un peso en el pecho, como si el corazón se le deslizase entre las demás entrañas y cayese tórax abajo. No quiso volver la vista hacia su mansión.
Con paso inseguro recorrió sus mil metros de
jardín y llegó a la casa de invitados. Los criados se habían ocupado de
amueblarla y traerle sus objetos más queridos. En los días previos a la mudanza, le había
preocupado que las cosas quedasen amontonadas, o sencillamente no cupiesen.
Pero no, los criados habían encontrado lugar para todo.
Cerró los ojos y respiró profundamente. En el
interior de su mente percibió las dimensiones de aquel espacio. Los más de cien
metros cuadrados de aquella vivienda que tenía una sola planta no le parecían ni
muy grandes ni muy pequeños. Quizá su ostentosa mansión sí que era demasiado
grande, aunque en todos aquellos años ni se había dado cuenta. En realidad,
había pasado mucho tiempo fuera de casa. Demasiado. Y muchas de las horas que
había estado allí, se había recluido en su despacho.
Con resignación se sentó en uno de los sillones,
uno de los que quedaba de espaldas a la gran pared de cristal desde donde se
veía el jardín… y la casa.
-Señor –era uno de los criados-. La cocinera
sugiere que puede contratar a un cocinero adjunto. Si no, es imposible que
usted y la señora puedan comer a la misma hora. Aunque si no les importa comer
con una hora de diferencia, ella dice que…
-No tengo hambre.
-Ya. Pero la tendrá.
El señor Halifax le dirigió una mirada profunda y
agria. Convencido de que no era un buen momento para tratar aquel asunto, el
chico salió de allí.
En efecto, el anciano señor siguió sin hambre. Durante semanas, apenas hizo una comida al día. Y nunca tuvo tres platos. El orgullo le
obligó a comer de nuevo; no quería que Lily pensase que aquel ayuno era una
estrategia para llamar su atención. Aunque el orgullo rara vez devuelve el apetito,
por lo que cuando volvió a comer lo hizo esforzándose, con tal desgana que
todos los sabores en su paladar le sabían pesados como el plomo.
Llevaban años fríos el uno con el otro, pero
cuando se jubiló tuvo la impresión de que ya estaba a salvo del divorcio. Más o
menos unidos pasarían sus últimos años hasta que uno muriese. Total, era
demasiado tarde para considerar otras opciones.
Pero se había equivocado…
La tarde que Lily le planteó la crisis, él había
estado jugando al ajedrez con un colega. Cuando se fue, lo acompañó a la puerta
y al volver al despacho: allí estaba su mujer.
Lily nunca entraba en su despacho. Desde luego no
se le había prohibido, sencillamente no tenía nada que hacer en él. En cuanto
le miró el rostro, sus ojos de azul denso le anunciaron lo que estaba a punto
de suceder.
Ya no podían seguir juntos, así se lo dijo. Lo
primero que sintió Halifax fue una honda preocupación. ¿Qué dirían sus amigos?
¿A su edad se iba a tener que poner a dar explicaciones? El sudor de la
vergüenza inevitable le humedeció la base del cuello y las mejillas hasta
dibujar una mancha circular en los bordes del cuello de su camisa.
Trató de buscar una salida digna, algo que evitase
el escándalo.
-Separémonos. Si quieres legalmente, pero nada de
divorcios.
Los profundos ojos azules de Lily le apartaron la
vista ofendidos y aburridos.
-La legalidad me da igual. No le veo la
diferencia.
-Como quieras. Un convenio de separación te
garantizaría unos derechos. Pero yo me comprometo a pasarte dinero cada mes, al
margen del convenio.
Esta vez ella ni movió la cabeza. Se pasó la
lengua por dentro de los labios disgustada.
-Me fío de ti, Willy. Lo que quiero es que te
vayas. O que dejes que sea yo quien se marche.
-¡No! –sonó más enfadado que nervioso, aunque
debiera haber sido al revés.- Por favor, quédate en esta casa. Te la cedo.
Después de todos estos años de apoyo… Yo me iré a vivir a la casa de invitados.
Pero que nadie se entere de esto.
Para su sorpresa Lily aceptó. Así había terminado
su matrimonio de casi cincuenta años. Al segundo día de instalarse, le ingresó
los 1.500 euros de pensión. Además le mandó una nota diciéndole que si tenía
algún gasto extra o cualquier otra cosa se lo hiciese saber. A lo largo de los
tres meses siguientes nunca recibió una petición de dinero extraordinaria.
Su carácter metódico y calculador lo llevaba a
intentar valorar aquella situación con un amago de imparcialidad. Se repetía
todos los días que aquello pasaba en los mejores matrimonios, además, él tenía
la suerte de que Lily se había comprometido a ir con él a los actos sociales
que les invitaran, así que nadie sabría nunca que ya no vivían juntos.
Realmente a su edad, aquello de tener que contar cosas de su vida privada y
aceptar compasión ajena le resultaba más desagradable que un cólico en el
riñón.
Al principio quiso ocultarse la ilusión que tenía
de que los invitasen a alguna cena benéfica, pero al final tuvo que confesarse
que las ganas de volver a ver a Lily eran demasiado fuertes como para
callarlas. Finalmente la invitación llegó.
Uno de los criados vino a avisarle. Halifax no
pudo ni esconder su sonrisa. Bueno, se dijo, será la típica cena formal, nos sentaremos al lado y escucharemos charlas aburridas. Pero dentro de su cabeza,
un pensamiento más profundo que aquel que imita la forma de las palabras le
llenaba de euforia.
Para su desgracia, justo la noche antes cogió una
gripe muy aparatosa. Pese a los esfuerzos que hizo al día siguiente, la fiebre
alta no le permitió moverse de la cama. Resignado le mandó el recado a Lily,
tendría que ir sola. Seguro que ahora iba a pensar que aquello de la gripe era
un montaje y que no la quería ver. Con aquel miedo convirtiéndose en obsesión,
Halifax se dejó devorar por el cansancio y el dolor de cabeza hasta que se
durmió.
8 de Agosto de 2013
Eudard Ariza
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