viernes, 31 de diciembre de 2010

Lucha contra la desesperanza cotidiana

Abro un blog el último día del año y, como no puedo hacer otra cosa, pienso en el año que hemos vivido. Ha sido bastante duro, uno de esos años que ayudan a deprimirse cada mañana al leer los diarios (por eso yo he tomado la costumbre de leerlos por la tarde empiezo el día con mejor pie), pero qué se le va a hacer. Digo yo que, sea como sea, habrá que seguirse tomando el zumo, el té o el café. No, ahora en serio, cuando miro este año, si tengo que pensar en una palabra para describir la sociedad, se me ocurre, por encima de cualquier otra: desesperanza.
La gente está verdaderamente desesperanzada. No tenemos lugar en el mundo como personas. Somos presa de nuestro anonimato. Nos sentimos como un verdadero Don Nadie. No podemos sentir otra cosa, todas las cuestiones que afectan a nuestra vida cotidiana quedan a menudo decididas por personas o corporaciones que desconocemos por completo. Vivimos posiblemente en desventaja con los campesinos del feudalismo, en ese sentido, porque ellos por lo menos podían poner nombre a sus tiranos. Hoy día, cuando nos suben los impuestos, sólo conocemos al recaudador que, aunque llama a todas las puertas, no deja de ser un mandado. Me refiero a los gobiernos. Ahora, ¿quién son nuestros nobles, nuestros duques, condes, barones? Les llamamos mercados, sin saber su nombre oficial, ya no digamos el de pila. De todos modos, más que una conspiración, veo en esto, una medida preventiva por parte de nuestros amos: Imaginemos que montamos una revolución… Bueno tal vez la fuerza eterna del pueblo soberano podría desbaratar una vez más el sistema que nos ha regido durante siglos, pero ¿a quién íbamos a cortarle la cabeza, si no tenemos ningún nombre?
Tal vez, el hecho de ser anónimos acompleja a nuestros verdaderos líderes y no les gusta que los ciudadanos tengamos cara y ojos, voz y voto. Nuestro anonimato nos mata. Por eso nos gusta volvernos sordos: si nadie nos va a escuchar ¿para qué hacerlo nosotros? Este no querer hacernos caso los unos a los otros, nos conduce a creer que estamos solos en nuestra lucha diaria y eso nos lleva a la desesperanza.
A mí no me gusta la desesperanza, ni siquiera la románticamente depresiva que trata de coquetear con el espíritu artístico. La desesperanza colectiva sólo conduce a la rendición, a la entrega de la libertad humana. Es mucho mejor pensar en lo que nos desespera luchando por hallar una solución, sin rendirnos. Aunque nos sintamos indefensos e insignificantes, todos, por nuestra trayectoria como colectivo social, podemos hacer algo. Simplemente debemos intentar no desfallecer en la desesperanza y creer en nuestra fuerza. Si no nos dejamos abrumar por el complejo de inferioridad que pretenden inculcarnos desde los medios, la que se hace llamar política, o los sistemas económicos, podremos sentir el resplandor que emiten el poder de nuestras ideas.