lunes, 16 de junio de 2014

Posponiendo el regreso (III)


Otra noche sucedió algo terrible. Vio otra sombra en el dormitorio. La sombra de un hombre. ¿Quién era? Los peores pensamientos le vinieron a la cabeza. ¡No! No…, aquello no era posible. Lily tenía casi setenta años ¿cómo iba a estar rehaciendo su vida con alguien? Debía de ser un criado o algo así.
En las dos noches siguientes no volvió a ver a nadie más. Pero a la tercera volvió a ver a la sombra. ¡Qué angustia! ¿Qué significaba aquello?
Trató de contener sus suposiciones. Lo mejor era ir a la casa y preguntarle directamente. ¿Pero qué le iba a decir? Llevo más de un mes observando como te vas a dormir y recientemente he visto que hay alguien más en tu cuarto. No, no era muy razonable.
En los días siguientes no se sentó más en el sofá. En vez de eso se tomó un somnífero y fue directo a la cama. Cómo le dolía la cabeza.
Así estuvo un par de semanas, cuando finalmente en un impulso de irreflexión resolvió marcharse de allí. Aquella situación era estúpida. Al margen de que hubiese o no otro hombre en el dormitorio de su mujer, en aquella casa perdía el tiempo. Tenía demasiado dinero como para sufrir en una espacio tan pequeño. Si no podía estar bien por lo menos viajaría. Un largo viaje, cuyo retorno se demoraría para siempre.
En aquel estado de ebullición mental se le ocurrió otra necesidad. Decidió llamar a una agencia de chicas para conseguir a una muy joven.
-Que tenga pocos más de veinte. La quiero bajita, pelo oscuro. Con los ojos azules. –su voz sonaba a viejo.
-¿Cuántos años tiene usted?
-Setenta y tres.
Al otro lado del teléfono una mano versada en las necesidades de hombres mayores hizo un par de clicks sobre el catálogo digital para buscar entre varias opciones que chica reunía aquellas características junto con la necesaria experiencia para estar con un hombre de edad avanzada.
Dos días más tarde dio el día libre al servicio. Se tomó una viagra, llevaba más de una década necesitando aquella pastilla para hacer el amor. Claro que Lily y el no habían estado juntos desde hacía una eternidad.
Cuando llegó la chica comprendió que no iba a poder hacer nada. ¿Por qué la había pedido con los ojos azules? ¿Por qué no verdes o marrones? Tenía una mirada de una azul intenso clavadita a la de Lily. Además miraban igual. Era como si los ojos de su mujer se hubiesen incrustado en aquel cuerpo joven para espiarle, para ver el humillante acto que estaba a punto de cometer.
Cogió su billetera y sacó algunos billetes, más de los que hubiesen sido necesarios.
-Puedes pagarme después.
-No habrá un después. No vamos a hacer nada. Me encuentro mal.
-A veces, en el primer momento, cuando uno está cansado y es… mayor… Pues los nervios, pueden… Pero se pasa rápido. Déjame relajarte.
-No, no. Necesito estar tenso.
La chica se fue nada decepcionada. Se ha ahorrado acostarse con un vejestorio y se ha llevado una propina sustanciosa, se dijo Halifax amargado, mientras se tumbaba bajo la sábana en posición fetal, esperando que el efecto de la pastilla azul desapareciese y todo su cuerpo volviese a la normalidad. Por primera vez desde su adolescencia un sentimiento de vergüenza nacido de la frustración sexual se apoderó de él. De algún modo, toda la respetabilidad que había acumulado a lo largo de su vida se acababa de evaporar en unos pocos minutos.
En los días siguientes volvió a caer en un estado depresivo. El médico que le vino a ver para un chequeo rutinario le detectó enseguida el trastorno anímico. Le recetó unas pastillas además de la recomendación de un cambio de aires.
-Debería hacer algo que le gustase, William.
-Ya…
Nunca había hecho nada realmente a su gusto. ¿Alguien lo hace? Había disfrutado de muchas cosas, pero hacerlas porque le apetecían… eso era algo desconocido para él. Si lo pensaba fríamente ni siquiera se había casado por amor. Se gustaban, cierto, al menos entonces. Pero aquello no fue amor, fue un contrato no muy diferente a la mayoría de transacciones en las que había tomado parte a lo largo de su vida. Él le ofreció a Lily una vida cómoda y feliz, a cambio de su compañía y lealtad. Los hijos no habían venido porque Dios no lo había querido, ni ellos tampoco habían insistido demasiado. A partir de ahí él había cumplido su parte.
-¡Ella! ¡Ella ha roto nuestro acuerdo! –balbuceó en la cama a punto de dormirse.
El remordimiento le despertó a la mañana siguiente. ¡Claro que había habido amor entre ellos! Por su parte aún lo había. ¿Dónde dejaba a Lily el razonamiento de la noche anterior? Pues ni que ella fuese un objeto. Aquello se tenía que acabar. Necesitaba hablar con ella. La última vez que conversaron se había portado como un comerciante. Si su matrimonio debía acabar, al menos quería terminarlo como marido… y quería suplicarle una última oportunidad.
Durante la siguiente semana se dedicó a merodear por los jardines tratando de que se produjese un encuentro fortuito. Para su frustración se dio cuenta de que su mujer no paseaba demasiado por ellos. Ni siquiera pasaba mucho tiempo en la casa.
Su deseo se convirtió en necesidad, después degeneró en obsesión y por fin en desesperación.
Pero un día, por fin, la vio. Paseaba por el lado opuesto del estanque de nenúfares donde él estaba. Al principio la tomó por un espejismo, una ilusión de su mente atrofiada, pero no, estaba allí, paseando mientras leía un libro. Aquel hábito de leer de pie lo había mantenido desde que era muy pequeña.
No se ha dado cuenta de que estoy aquí, peno. E inmediatamente el miedo de que quisiera ignorarlo se apoderó de nuevo de él.
Unos lagrimones calientes se formaron en el borde de sus párpados. Sin darse cuenta metió un pie en el estanque que apenas tenía dos palmos de profundidad y chapoteó hasta su mujer. El lodo que cubría los azulejos le hizo resbalar. El sonoro chasquido de su cuerpo en el agua captó al fin la atención de Lily que se giró muy sorprendida al ver la escena.
Halifax siguió arrastrándose como pudo. Se había hecho mucho daño en una pierna. Cuando finalmente después de un largo esfuerzo llegó al borde del estanque donde estaba su mujer iba empapado, cubierto de lodo y una hoja verde y circular de un nenúfar le colgaba del hombro.
-Lily, Lily… ¡Por favor, Lily! No quiero… no puedo volver… volver a la casa de invitados. Por favor, déjame volver a casa. Siento todo lo que ha sucedido. Yo aún te quiero. Y te quiero mucho.

Su mujer se había agachado instintivamente. Lo examinaba con cuidado para ver si se había herido en alguna parte, no ver sangre la tranquilizó. Miró a la cara suplicante de su marido con aquella fortaleza que él sólo había encontrado en sus densos ojos azules.

[FIN]

8 de Agosto de 2013
Eudard Ariza

lunes, 9 de junio de 2014

Posponiendo el regreso (II)


A la una de la noche, tras casi doce horas de sueño, se despertó. La cabeza la dolía mucho menos. Se llevó la mano a la frente. Sí, la fiebre había disminuido. Miró a su alrededor, no había nadie en la casa. Probablemente los criados se habían marchado pensando que ya no despertaría hasta el día siguiente.
Se levantó y fue a la nevera a rellenarse el vaso con agua fría. Inconscientemente miró por la gran pared de cristal. Su jardín a la luz de la luna tenía un aspecto plácido y distante, como si fuese un lugar apartado del desorden del mundo. Sonrió.
De repente se dio cuenta de que en la mansión había una luz encendida. Era la del cuarto marital, bueno ahora era un dormitorio de soltera. Una sombra negra se paseaba por los cristales.
-Lily…
Regresó a él la idea de que ella podía sentirse engañada por no haber ido aquella noche a la cena. Después de todo había sido él quien había insistido en que mantuviesen la vida pública juntos. Y ahora, a la primera ocasión…
A los veinte minutos la luz del dormitorio se apagó y, al perder su único faro, la mansión desapareció entre las faldas de la noche, casi se volvió invisible.
Durante el desayuno, Halifax pidió ver a la cocinera. La felicitó por lo bien que le había quedado el desayuno y añadió alguna otra formalidad, pero lo que quería saber como se había levantado Lily. La mujer le dijo que no había hablado con ella.
-Normalmente la señora y yo nos vemos a media mañana, cuando me da instrucciones para la comida y la cena.
Ya por la tarde, Halifax trató de sonsacarle algo a ella y los otros criados. Quería saber si su mujer parecía enfadada. Pero todos le dijeron que estaba como siempre. Tal vez le había creído. Después de todo, tras más de cuatro décadas de convivencia, Lily sabía que aquella clase de trucos no era propios de él. Aunque también cabía la posibilidad de que no hubiese mostrado sus sentimientos al personal de la casa. Con aquel sentido de la elegancia que tenía, siempre había sido muy discreta con su emociones.
Había otra posibilidad… mucho más dolorosa: que le hubiese sido indiferente.
Con el paso de los días, mientras todavía permanecía convaleciente aquella hipótesis cobró fuerza. Se dio cuenta de que Lily no lo había venido a ver. Ni siquiera había mandado un recado preguntando por cómo se encontraba. Le daba igual… Tal vez ni siquiera fuese a su entierro cuando él se muriese.
Trató de apartar aquella idea tan penosa de su cabeza. Se puso a leer algunos de los libros más aburridos de su biblioteca, esos que requerían tanta concentración que eran capaces de aliviar el dolor. Por la noche, a eso de las once, como no podía conciliar el sueño, por falta de cansancio después de tantos días de reposo, volvió a salir de la cama y anduvo un rato a oscuras, hasta que sus deseos inconscientes lo colocaron frente al gran cristal. Como la noche anterior, la única luz de la casa que seguía encendida era la del dormitorio marital. Se quedó un rato mirando la sombra que se movía tras la ventana. Al poco rato, la luz se apagó.
A partir de entonces aquello se convirtió en una rutina. Cada noche, en cuanto terminaba la cena, le pedía a los criados que lo dejasen solo, apagaba las luces, se sentaba en el sofá y observaba como poco a poco desaparecía la vida en la mansión hasta a que únicamente la luz del dormitorio seguía encendida.
¿Cómo debía estar Lily? A diario se le preguntaba un número infinito de veces. Era sorprendente que tuviese tiempo para hacer otras cosas. No paraba de pensar cuándo se volverían a ver. Imaginaba tan a menudo ese momento que empezó a preocuparse.
Noche tras noche se quedaba allí en el sofá, desahogando su melancolía. Una vez le pareció que Lily se había caído al suelo. Iba a salir disparado para la casa, cuando ella se incorporó de nuevo. Simplemente se había agachado, tal vez para quitarse los zapatos o algo por el estilo.



8 de Agosto de 2013
Eudard Ariza


lunes, 2 de junio de 2014

Posponiendo el regreso (I)


Cuando salió de la casa, el señor Halifax sintió un peso en el pecho, como si el corazón se le deslizase entre las demás entrañas y cayese tórax abajo. No quiso volver la vista hacia su mansión.
Con paso inseguro recorrió sus mil metros de jardín y llegó a la casa de invitados. Los criados se habían ocupado de amueblarla y traerle sus objetos más queridos. En los días previos a la mudanza, le había preocupado que las cosas quedasen amontonadas, o sencillamente no cupiesen. Pero no, los criados habían encontrado lugar para todo.
Cerró los ojos y respiró profundamente. En el interior de su mente percibió las dimensiones de aquel espacio. Los más de cien metros cuadrados de aquella vivienda que tenía una sola planta no le parecían ni muy grandes ni muy pequeños. Quizá su ostentosa mansión sí que era demasiado grande, aunque en todos aquellos años ni se había dado cuenta. En realidad, había pasado mucho tiempo fuera de casa. Demasiado. Y muchas de las horas que había estado allí, se había recluido en su despacho.
Con resignación se sentó en uno de los sillones, uno de los que quedaba de espaldas a la gran pared de cristal desde donde se veía el jardín… y la casa.
-Señor –era uno de los criados-. La cocinera sugiere que puede contratar a un cocinero adjunto. Si no, es imposible que usted y la señora puedan comer a la misma hora. Aunque si no les importa comer con una hora de diferencia, ella dice que…
-No tengo hambre.
-Ya. Pero la tendrá.
El señor Halifax le dirigió una mirada profunda y agria. Convencido de que no era un buen momento para tratar aquel asunto, el chico salió de allí.
En efecto, el anciano señor siguió sin hambre. Durante semanas, apenas hizo una comida al día. Y nunca tuvo tres platos. El orgullo le obligó a comer de nuevo; no quería que Lily pensase que aquel ayuno era una estrategia para llamar su atención. Aunque el orgullo rara vez devuelve el apetito, por lo que cuando volvió a comer lo hizo esforzándose, con tal desgana que todos los sabores en su paladar le sabían pesados como el plomo.
Llevaban años fríos el uno con el otro, pero cuando se jubiló tuvo la impresión de que ya estaba a salvo del divorcio. Más o menos unidos pasarían sus últimos años hasta que uno muriese. Total, era demasiado tarde para considerar otras opciones.
Pero se había equivocado…
La tarde que Lily le planteó la crisis, él había estado jugando al ajedrez con un colega. Cuando se fue, lo acompañó a la puerta y al volver al despacho: allí estaba su mujer.
Lily nunca entraba en su despacho. Desde luego no se le había prohibido, sencillamente no tenía nada que hacer en él. En cuanto le miró el rostro, sus ojos de azul denso le anunciaron lo que estaba a punto de suceder.
Ya no podían seguir juntos, así se lo dijo. Lo primero que sintió Halifax fue una honda preocupación. ¿Qué dirían sus amigos? ¿A su edad se iba a tener que poner a dar explicaciones? El sudor de la vergüenza inevitable le humedeció la base del cuello y las mejillas hasta dibujar una mancha circular en los bordes del cuello de su camisa.
Trató de buscar una salida digna, algo que evitase el escándalo.
-Separémonos. Si quieres legalmente, pero nada de divorcios.
Los profundos ojos azules de Lily le apartaron la vista ofendidos y aburridos.
-La legalidad me da igual. No le veo la diferencia.
-Como quieras. Un convenio de separación te garantizaría unos derechos. Pero yo me comprometo a pasarte dinero cada mes, al margen del convenio.
Esta vez ella ni movió la cabeza. Se pasó la lengua por dentro de los labios disgustada.
-Me fío de ti, Willy. Lo que quiero es que te vayas. O que dejes que sea yo quien se marche.
-¡No! –sonó más enfadado que nervioso, aunque debiera haber sido al revés.- Por favor, quédate en esta casa. Te la cedo. Después de todos estos años de apoyo… Yo me iré a vivir a la casa de invitados. Pero que nadie se entere de esto.
Para su sorpresa Lily aceptó. Así había terminado su matrimonio de casi cincuenta años. Al segundo día de instalarse, le ingresó los 1.500 euros de pensión. Además le mandó una nota diciéndole que si tenía algún gasto extra o cualquier otra cosa se lo hiciese saber. A lo largo de los tres meses siguientes nunca recibió una petición de dinero extraordinaria.
Su carácter metódico y calculador lo llevaba a intentar valorar aquella situación con un amago de imparcialidad. Se repetía todos los días que aquello pasaba en los mejores matrimonios, además, él tenía la suerte de que Lily se había comprometido a ir con él a los actos sociales que les invitaran, así que nadie sabría nunca que ya no vivían juntos. Realmente a su edad, aquello de tener que contar cosas de su vida privada y aceptar compasión ajena le resultaba más desagradable que un cólico en el riñón.
Al principio quiso ocultarse la ilusión que tenía de que los invitasen a alguna cena benéfica, pero al final tuvo que confesarse que las ganas de volver a ver a Lily eran demasiado fuertes como para callarlas. Finalmente la invitación llegó.
Uno de los criados vino a avisarle. Halifax no pudo ni esconder su sonrisa. Bueno, se dijo, será la típica cena formal, nos sentaremos al lado y escucharemos charlas aburridas. Pero dentro de su cabeza, un pensamiento más profundo que aquel que imita la forma de las palabras le llenaba de euforia.
Para su desgracia, justo la noche antes cogió una gripe muy aparatosa. Pese a los esfuerzos que hizo al día siguiente, la fiebre alta no le permitió moverse de la cama. Resignado le mandó el recado a Lily, tendría que ir sola. Seguro que ahora iba a pensar que aquello de la gripe era un montaje y que no la quería ver. Con aquel miedo convirtiéndose en obsesión, Halifax se dejó devorar por el cansancio y el dolor de cabeza hasta que se durmió.

8 de Agosto de 2013
Eudard Ariza