El Rey Juan Carlos I en formato oficial
Sería injusto pedirle a un hombre
que renuncie a sus aficiones, si quiere ejercer la jefatura del estado. Nuestro
rey siempre ha gustado del esquiar, de los deportes de vela y de la caza.
Ciertamente, se agradecería en el primer magistrado del país algún tipo de
afición más intelectual. Su antepasado Carlos III, por ejemplo, era un apasionado
de la botánica. Bueno… a él le ha dado más por otros derroteros. Pero como
decía antes, no es admisible que por su cargo, Juan Carlos de Borbón deba
renunciar a sus aficiones. No me imagino yo al presidente de la República
Italiana, Giorgio Napolitano, abandonando su afición a la ópera, porque fuese
incompatible con el cargo. Tan poco creíble sería que Gauck, recientemente
elegido presidente de Alemania, dejase su afición a la filosofía, como
Miterrand hubiese sido obligado a abandonar su bibliofilia cuando accedió a El
Elisio en 1981. Ahora bien ¿qué nos parecería si el Presidente de Italia
decidiese irse de ópera a Sidney? Mal.
Giorgio Napolitano, actual Presidente de la República Italiana, es aficionado a la ópera.
A diferencia de lo que piense
Josep Antonio Duran i Lleida, huésped habitual de Rich en Madrid, un acto de
este tipo no sería menos inmoral si el jefe del estado se lo hubiese pagado de
su bolsillo. El jefe del estado, sea rey o presidente de la república, además
de árbitro institucional del país y moderador de las fuerzas políticas, debe
ser un ejemplo de ética intachable. Porque el jefe del estado, ante todo y
especialmente en un régimen parlamentario como el nuestro, debe actuar como un
referente moral. En el momento en que en plena crisis económica se va otro
extremo del mundo a cazar elefantes, lo haga con dietas del presupuesto público
o su sueldo privado; pierde toda esa autoridad que necesita para desempeñar sus
funciones y en resultas es la propia magistratura la que se ve perjudicada.
¡No habrá sitios en España donde irse de montería! No, a Bostwana. El rey de España, logotipo de los traficantes de marfil.
Además, en una monarquía
constitucional, no sólo el titula de la jefatura del estado, el rey reinante,
debe ser un ejemplo intachable, sino todo ese conjunto, tan esperpéntico en
general, denominado Casa Real que cotiza en los presupuestos del estado como
institución al mismo nivel que la educación, las fuerzas armadas, o el
Instituto Cervantes. Esto, todo el mundo estará de acuerdo en que, en los
últimos tiempos, está lejos de ser verdad. La monarquía española está protegida
por una serie de falacias que se distribuyen en los medios de comunicación. La
última de las cuales es que sale más barata que una presidencia república. Sí,
la Casa Real tiene este año 7’8 millones de euros en presupuesto y la
presidencia alemana 30. Sí, pero la presidencia alemana debe cubrirlo todo:
viajes, seguridad, sueldos de los miembros de la institución, viajes y
recepciones. Mientras a la Casa Real de España todo este dispendio se le paga
aparte, con cifras poco claras, dado que nunca se han especificado.
En base al hecho de que una
república sería insostenible con las tensiones políticas de este país, se
justifica la anacronía medieval de la monarquía, en un país donde apenas quedan
monárquicos si nos comparamos, por irnos a un caso claro, con el Reino Unido.
Se considera que un presidente de la república electo se vería legitimado por
todas las sensibilidades políticas, por lo que no podría desempeñar sus
funciones. De ser así, hay que empezar a reformar las sensibilidades políticas
y a sus líderes de partido, para que esto cambie. Un país del S.XXI debe ser lo
suficientemente maduro para legitimar a un jefe del estado electo, sin que
estalle una guerra civil. Pero, aunque no fuese así, hay que preguntarse ¿es
que el rey, teóricamente legitimado en todo el arco parlamentario gracias a su
“neutralidad”, desempeña esas funciones?
El futuro Felipe VI concede un minuto de gloria a una plebeya.
Objetivamente es innegable que el
rey tuvo un papel de gran relevancia en la transición y durante el golpe de
estado del 23-F. Sin embargo, estos actos, por grandes que sean, no justifican
su permanencia vitalicia en la jefatura del estado, ni la inmortalización de su
dinastía en un trono, que con su “neutralidad” han convertido en la peor de las
cosas para una institución pública: en algo inservible.
Ya lo dijo Ortega y Gasset en
1931: Delenda est monarchia, o sea hay que destruir la monarquía.¡Viva la Tercera República!