lunes, 16 de diciembre de 2013

Apuntes: Unamuno, "Abel Sánchez"


“La envidia nació en Cataluña”, me decía una vez Cambó en la plaza mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España? Toda esa apestosa enemiga de los neutros, de los hombres de sus casas, contra los políticos, ¿qué es sino envidia? ¿Dónde nació la vieja Inquisición, hoy redivida?” Miguel de Unamuno Prólogo a la Segunda Edición de Abel Sánchez 1928

Paradójicamente, a lo largo de S.XX, cuando el cristianismo iniciaba su acuciado declive, iniciado un siglo antes, en cuanto a influencia social y política, al tiempo que no practicar ninguna fe o declararse de ateo dejó de ser motivo de oprobio, para normalizarse en nuestra cultura, muchos escritores de nacionalidades bien distintas reinterpretaron los antiguos mitos bíblicos. Thomas Mann hizo un tanto al novelar la saga familiar del patriarca Jacob en la tetralogía José y sus hermanos. También destaca su relato La Ley. André Guide no se quedó atrás a la hora de reelaborar mitos e historias religiosas, ambientándolos en nuestros días. Detrás de alguno pasajes del Ulises de Joyce algunos escritores ven mitología cristiana mezclada con el la reelaboración de la antigua Odiesea.

Miguel De Unamuno en su escritorio.

Resulta bastante complejo determinar por qué a lo largo de este siglo tantos escritores, Proust, Virginia Wolf, Baroja, Borges, García Márquez, Mercè Rodoreda, Saramago… y tantos otros quisieron, de formas más o menos directas, recuperar los argumentos de la mítica cristiana o cuanto menos sus ideas. En términos generales, dado que se hace muy difícil pensar que a personas tan dispares las moviesen los mismos motivos. Se presupone que todos tomaron conciencia del peso que la cultura cristiana tenía sobre occidente. Como bien dijo Josep Pla “No sé pas que vol dir odiar el cristianisme ¿Vol dir odiar la història dels dos últims mil anys?” [No sé en absoluto lo que significa odiar al cristianismo. ¿Significa odiar la historia de los dos últimos mil años?] A esta tendencia a rescribir la leyenda cristiana desde la conciencia de la influencia de esta religión en la sociedad occidental, hay que añadir el lujo que supuso para cualquier artista poder tomar una serie de tópicos hasta entonces sólo manipulables dentro de la rígida doctrina impuesta por la iglesia para desarrollar su trabajo artístico, sin miedo a que sus transgresores resultados les acarreasen graves peligros, como siglos atrás habían supuesto.

Marcel Proust (1871-1922).
 
Dicho esto, no se debe olvidar que no todos los países se liberaron tan rápido del yugo de la iglesia. En algunos casos, como es el de España no fue hasta el último tercio del siglo pasado cuando, por fin desprotegidas de leyes opresoras, las historias cristianas adquirieron el estatus que nunca debieron dejar de tener: precisamente el de historias y tópicos literarios aptos para el trabajo que cualquier artista, mediante su técnica e imaginación quisiese realizar con ellos.
Desde luego, no todos los autores que reelaboraron mitos cristianos fueron ateos. Algunos, desde profundas convicciones cristianas, trataban de dar nuevas respuestas a la doctrina, para adaptarla a los nuevos tiempos a fin de que conservase su utilidad para los fieles. Tal es el caso que nos atañe.

Thomas Mann (1875-1955).

Unamuno publicó Abel Sánchez Historia de una Pasión en 1917. La narración, de sintaxis sencilla, diálogos directos, carente de toda descripción física o ambiental, como todas las nívolas del autor, excepto la prematura Paz en Guerra (1895), nos cuenta la historia de dos amigos de la infancia, el pintor Abel Sánchez y el médico Joaquín Montenegro. Su destino los lleva a una lucha fratricida que terminará con la muerte de Abel.
Las desavenencias empiezan, como no puede ser de otro modo, por una mujer, que además se llama Helena, igual que la princesa por quien ardió Troya. Joaquín le pide a Abel que le ayude a conquistarla, pero la hermosa mujer se acabará enamorando del pintor con quien se casa. La envidia corroe al médico, y se agrava en la medida en que el éxito de las pinturas de Abel crece en la sociedad.

Caín mata a Abel, el hermano que gozaba del favor de Dios.

En una ocasión, cuando el pintor cae enfermo, debe asistirlo. En un momento de histeria, Helena lo acusa de querer matar a su marido. Al propio Joaquín se le pasa esa macabra idea por la cabeza; la parte más oscura de su ser se manifiesta contra su voluntad. No obstante, al final es capaz de tomar la decisión correcta y salvar a su amigo. A partir de ese momento, el médico, un poco como el autor de la novela, tratará desesperadamente de aferrarse al cristianismo en un intento forzado por ser bueno. Helena se ríe de estas creencias y de su matrimonio con la anodina Antonia. El desgraciado médico trata de fingir que nada de esto le afecta, aunque por desgracia las burlas van calando en su ser.
La casualidad lleva al hijo de Abel a entrar de aprendiz de Joaquín El joven Sánchez está bastante cansado de su padre, quien, como todo artista, vive ensimismado en su arte sin dedicar demasiada atención a su familia ni a ninguna persona del mundo exterior a su propio ser. Al pasar tanto tiempo en la casa el joven se enamora de la hija de Joaquín con quien se casa.

Portada de Abel Sánchez publicado en 1917.

En el futuro nieto ve el médico una buena oportunidad de resarcirse por todos sus malos instintos, pero para su desgracia el niño, Joaquinito, prefiere a su abuelo el pintor. En medio de una discusión con su amigo artista, Joaquín le pide a Abel que se aleje del nieto con su “maldito arte”. En ese momento Abel sufre un infarto. Helena lo acusa de asesinato.
Apenas un año después de la muerte de su rival, Joaquín se confiesa ante sus familiares en su lecho de muerte. Le ruega su mujer, “la víctima” a su parecer de toda la historia, que lo perdone, aunque le confiesa que nunca la ha querido. También implora el perdón a su hija y a su yerno. A su nieto le pide que no se olvide de su otro abuelo que tan hermosos dibujos le hacía. Desea morir y se olvidado por todos: “¿Me olvidará Dios? Sería lo mejor, acaso, et eterno olvido. ¡Olvidadme, hijos míos!”.

Herman Hesse (1877-1962).
 
La idea del fratricidio, implícita en el mito, que lleva a las división de la humanidad capaces de acarrear desastres tan graves como la Gran Guerra (1914-1918), se muestra presente en autores de todo Europa, por unas razones u otras. Unamuno no fue el único autor que trató de reinterpretar el mito de Caín y Abel. Singular es la reelaboración novelesca que hizo Herman Hesse en su Demian, apenas dos años después de que la historia de Abel Sánchez y Joaquín Montenegro se empezase a vender en las tiendas españolas. El escritor alemán enfocó el mito del caínismo de un modo muy distinto, pues presentó a quienes llevaban la “marca de Caín”, estigma que Dios le impuso al hijo de Adán tras asesinar a su hermano, como una especie de elegidos entre la sociedad, personas con unas cualidades tan especiales que suscitaban el miedo entre sus semejantes quienes los marginaban.

Miguel De Unamuno (1864-1936).

Como declara el propio Unamuno, en su caso, fue el Caín de Lord Byron su fuente de inspiración. De hecho, lleva a cabo la idea que trató de realizar el autor inglés, mezclando la sangre del linaje de Caín con la de Abel, si bien, de esta unión tampoco se deriva un ser humano distinto, como se inducía en el Caín byroniano. Con toda probabilidad, para Unamuno, debió de ser mucho más importante responder a la pregunta de por qué Dios, no fulminó a Caín tras cometer fratricidio. Desconcertaba al escritor la idea de que Jehová se contentase con obligarlo a vagar errante y además dotase de protección mediante su estigma para que ningún hombre que lo viese, mientras erraba por el mundo, le hiciese daño. En las reflexiones de su Diario Íntimo Unamuno apunta además al hecho de que fue Caín el primer hombre en fundar una ciudad, Enoc, a la que bautizó con el nombre de su hijo. Aunque no termina de quedar claro, por lo escueto de la frase, parece ser una crítica generaliza a la civilización que nace de un origen corrupto, si bien, no habría que descartar la sencilla sorpresa del pensador por tan extraños designios del Creador. Tal vez, por esa duda, Unamuno reelabora el mito convirtiendo a Caín en una víctima, una víctima de su suerte, del destino y en cierto modo de sí mismo por ser incapaz de ser feliz con la vida que Dios le ha dado.

José Saramago (1922-2010).

Con esta nívola Unamuno pretendía fabular una moraleja contra la envidia, causa de los males de los hombres. En su lecho de muerte, Joaquín Montenegro entiende que podría haber sido feliz, si hubiese sabido amar su vida, pero la desperdició entera, anhelando enfermizamente la suerte de Abel Sánchez. Una sociedad menos envidiosa, al parecer del escritor, no sólo tendría menos conflictos sino que incluso sería más justa. Al correr de los años, por desgracia, este pecado sigue entre nosotros.

 Joan Oliver (1899-1986).

Por ir concluyendo este apunte, que ha quedado más largo de lo que debiera, hay que citar, para quien le interese el mito cainita en la literatura del S.XX,  a los Caínes de Saramago, con su novela Caín (2009), último libro que el autor portugués publicó en vida, y la obra de teatro tan cómica como extraordinaria del catalán, Joan Oliver, conocido con el seudónimo de "Pere Quart", Allò que tal vegada s’esdevingué (1936) [Lo que una vez ocurrió].




lunes, 2 de diciembre de 2013

Constitución de 1837



Ejemplar de la Constitución de 1837 con la reina niña soteniéndola entre sus manos.

España seguía inmersa en al primera guerra carlista (1833-1840) cuando se aprobó la Constitución de 1837. Ligeramente más larga que el Estatuto Real, la nueva carta magna dividía sus 77 artículos –más otros dos adicionales- en trece títulos.
Para muchos la Constitución de 1837 estrenó la denominada ley del péndulo, es decir, que a cada constitución que se ha aprobado en España le ha seguido otra de signo ideológico contrario, hasta el consenso de 1978. Algo de verdad hay en esta idea, sin embargo, ver el complejo proceso de elaboración de las sucesivas constituciones como un simple juego de antagonismos no es sino una verdad a medias.

María Cristina de Borbón y Dos Sicilias, regente de España entre 1833 y 1840.
 
Si bien es cierto que en algunas cartas magnas (1845 y 1869) su posición política resulta evidente, otras (1876 o 1931) se entienden o no como producto del consenso político según cómo se las evalúe. En consecuencia, si admitimos determinados puntos de vista teóricos, no podemos aceptar en su plenitud la teoría del péndulo.
La difícil clasificación de la Constitución de 1837 empieza por determinar su condición de carta impuesta por el parlamento u otorgada por la corona. Aunque en esta ocasión la corona renunciará a gran parte de sus poderes, sigue conservado amplias facultades. Además, la reina regente, María Cristina de Borbón, influyó en muchos puntos del redactado, lo que en su conjunto permite hablar de carta pactada, una vez más.

Don José María de Calatrava, progresista, bajo su presidencia del gobierno se aprobó la Constitución de 1837.
 
Respecto a si es un texto verdaderamente progresista, tampoco hay consenso entorno a esta cuestión. Son muchos los juristas que ven a la Constitución de 1837 como una simple refundición del Estatuto Real, con alguna pérdida de poder para la corona, pero nada significativo. Otros, en cambio, la entienden como una constitución de Cádiz venida a menos. Un tercer grupo, dentro del que me incluyo no busca sus fundamentos en el constitucionalismo español, sino en la monarquía de Orleans de Luís Felipe I (1830-1848) quien introdujo reformas democráticas en Francia al tiempo mantuvo a la corona como el órgano directivo del gobierno.

General Baldomero Espartero, presidente del gobierno progresista en 1837, y entre 1840-1841, bajo la constitución de 1837. Entre 1840 y 1843 desempeñó también la regencia de España

¿Entonces es progresista como tantos afirman o no? Pues bien, en su articulado se recogen cuestiones tan importantes como la libertad de expresión e imprenta (art. 2), la inviolabilidad del domicilio y de la propiedad privada (art. 7 y 10), un esbozo de las garantías procesales (art. 9), la creación de una cámara alta electiva (art. 15) y hasta una tímida mención a la soberanía nacional en el preámbulo. Sin duda alguna, supuso un gran avance en el ordenamiento constitucional de España, pero en su conjunto todavía está lejos de asegurar una democracia completa.



Narciso Heredia y Begines de los Ríos, moderado, jefe de gobierno entre 1837 y 1838.

Los títulos II, III, IV y V regulan el poder legislativo. Tanto para el sufragio activo como para el pasivo se mantuvo un sistema censatario. No obstante, se redujeron las cuantías de las rentas que permitían votar –únicamente los hombres mayores de edad-, con que el cuerpo electoral se vio aumentado. También se redujeron las condiciones para ser candidato al congreso. Bastaba con ser español y mayor de edad (art. 23) del estado seglar y haber cumplidos los veinticinco años. El texto deja abierta la puerta a otros requisitos complementarios establecidos por la futura ley electoral, pero estos tampoco resultaron significativos. El mandato de los congresistas se mantuvo en los tres años (art. 25) como se establecía en el Estatuto Real y, según el artículo 22, podían ser elegidos indefinidamente.

Bernardino Fernández de Velasco, moderado, jefe de gobierno en 1838.
 
En cuanto al senado, dejó de ser vitalicio y hereditario. Únicamente los hijos del monarca y su heredero eran senadores vitalicios desde que alcanzaban la mayoría de edad, veinticinco años. Su número ya no fue ilimitado sino igual a tres quintas partes de los diputados (art. 14). Los senadores siguieron siendo nombrados por el rey mediante un sistema de listas triple (art. 15 y 16) muy complejo. Para ser senador se requería ser español mayor de cuarenta años y tener “medios de subsistencia” (art. 17). Cada vez que se llamaba a comicios, siguiendo un criterio de antigüedad, se renovaba a la tercera parte de los senadores (art. 19), quienes, sin embargo, podían optar a la reelección. En consecuencia que los senadores disfrutaban de un mandato tres veces más largo que un diputado. Además, la cámara alta nunca era disuelta por completo.

Evaristo Pérez de Castro, último moderado en gobernar bajo María Cristina (1838-1840). Bajo su presidencia sucedieron acontecimientos tan importantes como el abrazo de Vergara y el fin de la primera guerra carlista.

Se mantuvo la provincia como circunscripción. Cada provincia elegía a un número de legisladores: al menos un diputado y un senador (art. 21 y art.16). “Por cada cincuenta mil almas” de su población le correspondía un diputado más. En principio, este sistema contabilizaba a toda la población, sin importar que menores y mujeres careciesen de derecho a voto. El número de senadores no se fijó con tanta claridad; simplemente se estableció que a cada provincia le correspondía un número de senadores proporcional a su población, al menos uno.

Don Antonio González y González, progresista, la reina le encargó formar gobierno en 1840 para calmar a los liberales más radicales. Espartero volvió a confiarle la presidencia del consejo de ministros entre 1841 y 1842.
 
El rey conservó amplias prerrogativas en el funcionamiento de las Cortes, podía convocarlas, suspenderlas, reunirlas y disolverlas según lo estimase conveniente, en persona o por medio de sus ministros (art. 26 y 32). Compartía con ambas cámaras la “iniciativa de las leyes” (art. 36), además nombraba al presidente y al vicepresidente del senado (art. 31).
Sin embargo, las Cortes también ganaron autonomía sobre el monarca, pues en caso de que éste las disolviese sin fijar fecha de nueva convocatoria, ambas cámaras se convocarían automáticamente el 1 de diciembre de ese año (art. 27) e incluso, si el mandato de diputados fuese a caducar, podrían convocar elecciones por su cuenta.

Valentín Ferraz, progresista, jefe de gobierno en 1840.
 
La constitución dispone que cada cámara establece sus propios reglamentos (art. 29). Además, el congreso nombra a su propio presidente y vicepresidente (art. 30). Se establece un quórum de la mitad más uno de los miembros de ambas cámaras para que se pueda votar (art. 38), las leyes deben ser aprobadas en cada una de ellas. En cuanto a las leyes relativas al a contribuciones y crédito público el congreso se reserva el derecho de anular las alteraciones que haya dispuesto el senado, antes de que el texto sea enviado al rey (art. 37). Si una ley no era aprobada en una cámara o el rey la vetaba, ésta ya no podía votarse dentro de la misma legislatura (art. 39).
Una vez convocadas, las cámaras debían debatir por separado y no podían hacerlo en presencia del rey (art. 34). Tampoco podían actuar una de las dos cámaras si la otra no estaba reunida, salvo cuando el senado ejerciese su función judicial sobre los ministros (art.33). El texto constitucional consagra así mismo la publicidad de las sesiones (art. 35) salvo casos excepcionales y la inviolabilidad de los legisladores (art. 41 y 42).

En septiembre de 1840, tras un breve gobierno interino de Modesto Cortázar, se encargó al progresista Vicente Sancho formar gobierno. Después de él Espartero regresó a la presidencia y María Cristina fue depuesta como regente.
 
Por último, el Título V deja en manos de las Cortes tomar juramento al rey o al regente. Elegir a éste último y determinar quién es el heredero en caso de duda en el orden de sucesión (art.40). También corresponde a las Cortes fijar la dotación para el rey y su familia al inicio de cada reinado (art. 49). Además debían conceder una autorización especial al monarca (art. 48) para que éste pudiese ceder o enajenar parte del territorio español y ratificar las alianzas y tratados comerciales que él firmase, o simplemente para que abdicara en su sucesor. También debía ser autorizado el matrimonio del rey junto el de quienes perteneciesen a la línea sucesoria. Las Cortes podían excluir a de ésta a quienes se manifiesten incapaces de gobernar o por sus actos no mereciesen la corona (art. 54). Por último, en prevención por las desastrosas consecuencias que acarreó el penoso arresto de Fernando VII en Bayona en 1808, gracias al cual se posibilitó la rápida invasión de España por los ejércitos de Napoleón, las Cortes debían autorizar al monarca a que abandonase el país y a que permitiese a tropas extranjeras penetrar en el reino.

Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868.
 
El Título VI “El Rey” fija muy brevemente las competencias del monarca quien sanciona y promulga las leyes (art. 40), así como se ocupa de expedir decretos, conceder indultos, nombras y cesar a ministros y empleados públicos, cuidar de la fabricación de la moneda, disponer de las fuerzas armadas, declarar la guerra y firmar la paz, dirigir las relaciones diplomáticas y supervisar las inversiones de fondos públicos (art. 47). Simbólicamente también le corresponde velar por el cumplimiento de la justicia en el reino.
La persona del rey, además de “sagrada e inviolable”, no está sujeta a responsabilidad legal. Ésta la sumen los ministros. Por increíble que parezca, este principio, recogido en el artículo 44, con muy pocas variaciones han llegado hasta la constitución de 1978.
Los títulos siguientes, VII y VIII regulan la sucesión al trono y la regencia. Se les puede considerar el producto del contexto social que atravesaba el país, en guerra civil por un pleito sucesorio y con una menor de edad por reina, pues en circunstancias normales, estos temas se hubiesen reducido a un par o tres de artículos, sin llegar en ningún caso a tener un título propio.

Mapa con las principales expediciones de la primera guerra carlista (1833-1840)
 
El artículo 50 consagra explícitamente a Isabel II como heredera al trono de España. Sus descendientes constituyen la línea legal de herederos al trono, concepto muy importante porque subyuga a la monarquía a la ley como una institución más, sin tener ya fundamentos divinos. Los siguientes artículos establecen un sistema de sucesión basado en la edad y la preferencia por los varones, sin excluir por ello a las mujeres de derecho al trono, tal como hacían las antiguas Partidas Castellanas de Alfonso X.

Infante don Carlos (V) de Borbón, pretendiente al trono de España
 
Llaman poderosamente la atención los artículos 53 y 55. El primero dispone que si la línea de sucesión legal se extinguiese, las Cortes buscarán una nueva línea “como más convenga a la Nación. Al ligarse la sucesión a preceptos legales y no puramente dinásticos, las Cortes adquieren la posibilidad de buscar al mejor monarca posible en caso de que quedase vacante el trono sin herederos, así como de excluir a todos los candidatos que no fuesen apropiados, principalmente el infante don Carlos y sus descendientes.
El artículo 55, por su parte, establece que “cuando reine una hembra, su marido no tendrá parte ninguna en el gobierno”. Resulta llamativo porque la constitución limita los poderes del rey consorte, sin establecer un artículo análogo para limitar los de la reina consorte, cuando reine un varón.

Imagen de una batalla entre fuerzas carlistas y liberales.

La mayoría de edad del rey se establece a la temprana edad de catorce años (art. 56), hasta esa edad una, tres o cinco personas, según determinen las Cortes, pueden ejercer la regencia (art. 57) con toda la autoridad del monarca (art. 59). Provisionalmente, se establece que el padre o la madre del rey menor ejerza este cargo. Se refunden de este modo lo establecido para la regencia en la constitución de Cádiz y en el Estatuto Real. Mediante este artículo la reina María Cristina pudo desempeñar la regencia hasta 1840 y, cuando fue derrocada, por el general Espartero.
El artículo 60 diferencia además la figura del regente de la del tutor del rey, quien debe velar por la educación del monarca hasta que sea mayor de edad. Este cargo puede ser designado por el rey en su testamento, por las cortes, o de forma provisional por el padre o la madre del rey niño si se mantiene viudo.

Tras el abrazo entre los generales Maroto y Espartero en Vergara, las fuerzas carlistas de Navarra y País Vasco depusieron las armas en 1839. Apenas un reducto de fuerzas al mando del general Cabrera prolongó el conflicto un año más en Catalunya.
 
Esta imposición resulta irónica en el caso de la reina regente quien siguió desempeñando sus funciones, pese a haber contraído matrimonio morganático y secreto con un oficial de su guardia el mismo año de la muerte de Fernando VII. La diferenciación entre regencia y tutor supone una notable diferencia respecto al texto del Estatuto Real que tan sólo hablaba de “cuidadores del rey” para referirse a ambas funciones. Únicamente, el padre o la madre del rey podían ejercer simultáneamente la regencia y la tutoría, de modo que, al acceder a la regencia el general Espartero en 1940 la tutoría de la reina se encargó al abogado y político Agustín Argüelles Álvarez.

Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, sargento de la guardia real, después de su matrimonio secreto con la reina María Cristina, se convirtió en duque de Riánsares. La pareja tuvo ocho hijos, durante muchos años desconocidos para la nación.

El breve Título IX recoge que los ministros deben refrendar los actos del rey (art. 61), además pueden ejercer simultáneamente la función de diputado o senador (art. 62). Históricamente, los consejos de ministros presididos por un hombre fuerte dirigieron los actos de gobierno, primero bajo María Cristina y después bajo su hija Isabel II, quienes refrendaban sus decisiones de un modo casi simbólico. En cambio, los gabinetes más débiles quedaron subyugados al poder real.

Isabel II, proclamada mayor de edad con 14 años, según establecía la Constitución de 1837.
 
El Título X dispone la organización del poder judicial. Los tribunales quedan encargados de aplicar las leyes (art. 63) y administrar justicia en nombre del rey (art. 68). Se impide la deposición arbitraria de un juez cuya independencia e inviolabilidad queda consagrada en el artículo 66, también se consagra la publicidad de los procesos criminales (art. 65). Por último, se establece, en el artículo 67, la responsabilidad personal de todo quebrantamiento de la ley que comentan.
El título es incompleto y poco detallado más allá de consignas ideológicas. De hecho remite a futuras leyes (art. 64) para organizar la estructura de los tribunales españoles.

Tras disasociarse de la regencia, el general Espartero encargó al progresista Joaquín María Ferrer formar gobierno en 1841.

Se realiza un esbozo del funcionamiento de las diputaciones provinciales y los ayuntamientos en el Título XI. En principio se consagra que la efectividad democrática de estos organismos, sin embargo, se permite a futuras leyes determinar los requisitos. Merece la pena señalar, que la caída de la regencia de María Cristina se precipitó cuando trató de implantar una ley de municipios que, a efectos prácticos, le permitía nombrar a los alcaldes a dedo, jugada con la que pretendía frenar el pujante poder institucional que ganaban los liberales progresistas.

José Ramón Rodil Campillo, progresista, jefe de gobierno entre 1842 y 1843.
 
El Título XII, titulado genéricamente "De las contribuciones", recoge la obligación del gobierno de presentar, ante las Cortes, una ley anual de Presupuestos que recoja ingresos y gastos del estado. Mediante la aprobación de esta ley se impide que los impuestos puedan disponerse de forma arbitraria (art. 73 y 74). También se establece que la deuda pública quede sometida a un régimen especial. De este modo, se evita que la corona juegue con ella por su cuenta y a menudo, como había sucedido hasta entonces, de forma perjudicial para el país.

Don José María López, progresista, presidió un gobierno diez días en mayo de 1843.

Los artículos 76 y 77 componen el Título XIII, el último de la constitución, que regula a las fuerzas armadas. Según establecen, las Cortes a propuesta del rey fijan cada año un ejército regular permanente. Paralelamente, se crea oficialmente una Milicia Nacional en cada provincia como complemento al ejército, con unas funciones entre policiales y militares, muy similares a las que, más adelante, desempeñaría, la guardia civil.

Álvaro Gómez Becerra, progresista, último jefe de gobierno bajo la regencia de Espartero.

Dos artículos adicionales cierran el texto con carácter apendicular. El primero asienta las bases para una ley que recoja el funcionamiento del jurado popular. El segundo se limita a señalar que las provincias de Ultramar se regirán por leyes especiales, diferentes a las del resto del reino.

María Luisa Fernanda de Borbón, hija menor de Fernando VII y María Cristina de Borbón.
 
En síntesis, se puede decir que la Constitución de 1837 se caracteriza por un perfil liberal típicamente decimonónico. Asienta las bases del estado institucional moderno y garantiza una serie de derechos y libertades en su Título I. También establece en su artículo 1 quién es español por nacimiento y quién adquiere la nacionalidad por derivación, introduciendo así el concepto moderno de nacionalidad. A pesar de estos avances en derechos y libertades, el Estado se aseguró la posibilidad de suprimir la mayoría de las libertades que concedía mediante el uso de la ley. Esto posibilitó que los gobiernos se revistiesen de toques autoritarios, con frecuencias. En cuanto la cuestión religiosa del país, el artículo 11 estableció la obligación de la nación de la fe católica, que se define como "la que profesan los españoles". Una muestra clara del raigambre liberal de la constitución se aprecia en su artículo 4 que reclamaba un mismo derecho para todos los españoles, con la consiguiente abolición de los derechos forales.

General Ramón María de Narváez, moderado, siete veces jefe de gobierno bajo el reinado de Isabel II, bajo su primer gobierno se aprobó la Constitución de 1845.

Como todas las constituciones, la de 1837 fue incumplida y transgredida con frecuencia. Al acabar la desastrosa regencia de Espartero de forma abrupta, en 1843, cuando el ejército depuso su autoridad, las voces del liberalismo moderado que pedía una reforma de la carta magna se fortalecieron. Ese mismo año, con 14 años la reina fue proclamada mayor de edad. Un año después daba comienzo el trámite parlamentario para reformar la constitución.


Bibliografía Consultada

ESCUDERO, José Antonio. Curso de historia del derecho. Solana e hijos. Madrid. 2012
JULIÁ, Santos; PÉREZ, Joseph; VALDEÓN, Julio. Historia de España. Austral. Pozuelo de Alarcón (Madrid). 2008.
KELSEN, Hans. Teoría general del Estado. Comares. Granada. 2002.
NAVAS CASTILLO, Antonia; NAVAS CASTILLO, Florentina. El Estado Constitucional. Dykinson. Madrid. 2009.
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