Esta mañana estoy enfrascado en
la lectura de mis libros de derecho. La palabra “consuetudinario” me sigue
sonando igual de rara, a pesar de que ya sé su significado. Al final decido
levantarme del escritorio para ir hacia el balcón donde espero encontrar algo
de aire fresco que me despeje.
Mi padre está en allí, mirando a
la calle. Abajo se oyen las sirenas y las proclamas voceadas por unos veinte
“piquetes”. A nervioso paso de hormigas desorientadas caminan sin marcar un
ritmo estable. Diseminados por la calle, los del principio del grupo parecen
ansiosos por encontrar un comercio abierto ante el que ponerse a gritar sus
consignas. Un Mercadona no tarda en concederles esa satisfacción. Los de atrás
del grupo, más rezagados y dispersos, aunque en sus pechos cuelgue el
identificador del sindicato CCOO o UGT, llevan acabo su misión con mucha más parsimonia.
Algunos tienen el móvil en la mano sobre cuya pantalla digital teclean algo con
el dedo. Otros van charlando con el compañero más cercano.
A veces los políticos demuestran que ven las papeletas de sus propios votos como papel mojado.
-Esto no es serio –comenta mi
padre con disgusto.
Él ha secundado la huelga y esta
tarde irá a la manifestación, pero no puede menos que disgustarse ante
semejante escena. Yo, mucho más escéptico para todo, siempre he mirado a la
lucha sindical con reservas, cuestionando su utilidad y viendo la mayoría de sus
instrumentos como anacronismos que necesitan una renovación. Me quedo callado e
intento sacar una composición objetiva del panorama.
Justo en ese momento, un señor
vestido con camisa roja, americana negra y corbata también negra bien sujeta
con una aguja al pecho, y que, según dice mi padre, llevaba peluquín –cosa de
la que no estoy muy seguro- grita al paso de los piquetes.
-¡No, no, no a la huelga general!
¡Queremos trabajar!
Uno de los piquetes más jóvenes y
una señora de mediana edad no tardan en encararse con él. El señor se siente
muy seguro rodeado por sus siete u ocho amigos, con quienes se estaba fumando
unos gruesos cigarros de hoja, aunque no me ha parecido que fuesen puros. La
conversación no tarda en subir de tono.
-¡Yo estoy en paro! –le grita la
señora.
-Pues busca trabajo –le responde
el señor.
-¡Tú lo que eres es un mafioso
cabrón! –a este último piquete joven tienen que sujetarlo sus compañeros para
que no se abalance sobre el provocador.
Desde el balcón por un momento
temo que voy a presenciar una pelea callejera en su faceta más cruda. Si aquel
chico joven se hubiese tirado encima del señor y éste se hubiese visto ayudado
por sus amigos, los piquetes también habrían entrado en la pelea. A saber cómo
hubiese terminado… Por suerte, el chico es retenido por sus colegas y a paso
lento y desorientado el grupo de piquetes se aleja de donde puedo verlos, no
sin volver a mostrarme a los dispersos que siguen tecleando en sus móviles como
si nada hubiese pasado. Al poco rato, una señora mayor, de pelo rubio teñido,
vestida con un abrigo de futon blanco se acerca al señor de la corbata para
felicitarlo.
Hace una semana me preguntaron si
creía que había motivos para una huelga.
-Si consideras la huelga un medio
para reivindicarte sí. –respondí.
Quizá me encubrí demasiado, pero
creo que conseguí decir exactamente lo que pensaba. Y eso, no siempre es fácil.
Naturalmente que hay motivos para el descontento social. La gestión
gubernamental de la crisis económica se aparta a menudo de toda empatía hacia
los ciudadanos. Si bien, la cosa es aún peor. Porque el gobierno Rajoy no
sustituye su vocación de servicio a los ciudadanos por un pragmatismo
maquiavélico. Entonces al menos, se podría decir que el gobierno salvaguarda
los intereses del estado; intereses que cuesta concebir al margen de los
ciudadanos, aunque según algunos teóricos de la política, bastante rancios por
cierto, aseguren lo contrario. Pero es que ni por esas. Nuestro gobierno actual,
con el estilo de su predecesor, da palos de ciego sin saber que está haciendo.
El resultado es una interminable lista de daños colaterales para las personas
más frágiles desde el punto de vista económico.
Sin embargo, aunque acepto esto,
no puedo dejar de tener mis reservas entorno a la idea de la huelga.
Personalmente la considero un mecanismo que ha perdido su efectividad.
Especialmente, cuando las victorias que obtienen sus convocantes en la calle no
se traducen después en victorias en el parlamento. Que nadie se engañe, en una
democracia tan necesario es lo uno como lo otro.
Debe de ser monstruosa la
desconfianza de la izquierda en su clase política para que su desplome en la
intención de voto no parezca tener fin. Resulta realmente extraño, que tras
todas las medidas adoptadas, el PP aguante al grueso de sus votantes y el PSOE
siga cayendo en lugar de producirse la inversión de valores típica de la
alternancia política. Y, si a alguien no le gustan las siglas del principal
partido de oposición, me valen las de cualquier otro. El caso es que ninguna
formación de izquierdas se constituye ahora por ahora en una alternativa de
poder con propuestas sólidas y creíbles.
¿Por qué aquí dentro no se expresa la voluntad de la ciudadanía de quien emana el poder que ostenta?
De todos modos, esta reflexión se
aparta un poco de lo que estábamos tratando. Volviendo a la huelga, a mí me
deja un sabor agridulce. Es agradable ver la respuesta ciudadana, aunque
inquieta un poco saber que el pequeño comercio de tu barrio no va a cerrar por
convicción, sino por miedo a que los piquetes les rompan un cristal. También es
lamentable la imagen de mucha gente siendo abucheada por sus compañeros de
trabajo por el sencillo hecho de no compartir su ideario. Ya no hablemos de los
incidentes, siempre puntuales hay que decirlo, de violencia callejera. Estos
problemas, fácilmente corregibles, deberían solventarse para que la huelga no
se tiñese de ningún toque autoritario como los que ahora empañan la actitud del
gobierno.
Y la gran pregunta es si volveremos a esto... A veces todo parece tan negro que llegas a creer que sí.
Sobre qué métodos emplearía yo…
Casi me avergüenza decirlo, por lo utópico de la idea. Creo que la ciudadanía
debería recurrir a la insurrección fiscal masiva cuando considerase que la
clase política no gestiona bien su dinero, es decir, el poder del estado.
Confieso que es más improbable que esto llegue a suceder que obligar a
rectificar su rumbo a unos políticos sordos, de corazón endurecido, mediante
una cívica muestra de descontento social en las calles. Así que… no sé por qué
critico tanto.