miércoles, 30 de noviembre de 2016

El Escudero del Caballero del Bosque, un disfraz singular

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Don Quijote vence al Caballero de los Espejos.

Nota: Estas entradas recopilan una serie de cuatro ejercicios que he disfrutado para una asignatura de mi Grado en Filología Hispánica. En este caso se trataba de elegir y analizar a un personaje secundario. Cuanto más secundario mejor, fue la directriz. Yo elegí a Tomé Cecial.

Aunque ya se sabe que el escudero del Caballero de los Espejos -quien no es otro que el bachiller Sansón Carrasco- es Tomé Cecial, vecino de Sancho Panza, como lectores nos interesa analizar el disfraz por un lado y su identidad por otro. A fin de cuentas, cuando en la literatura del Siglo de Oro, muy especialmente la barroca, un personaje se disfraza, ya no digamos se trasviste –piénsese en Dos doncellas-, su identidad adquiere una matiz. En ocasiones se queda en eso, un simple matiz, un cauce instrumental del personaje para lograr sus propósitos, en el caso de tantas mujeres, entre ellas Dorotea, un mecanismo de protección frente a las agresiones de que podían ser objeto su sexo. Sin embargo, en otros casos, el disfraz adquiere un ostensible grado de independencia de su dueño, hasta el punto que podemos analizarlos como dos personajes diferentes. La dualidad entre don Quijote y Alonso Quijano marca la cúspide de llevar la independencia del disfraz al extremo.
Tomé Cecial y el escudero del Caballero de los Espejos al igual que su señor se ubicarían en un punto intermedio entre la dualidad casi esquizofrénica de Alonso Quijano y el Caballero de la Triste Figura, dos identidades totalmente desdobladas, y el de la doncella que se viste e varón para poder viajar segura. Incuestionablemente, los personajes del Caballero de los Espejos y su escudero cumplen una función instrumental, ambos constituyen el subterfugio, la traza, para tratar de obligar a don Quijote a volver a su aldea. Sin embargo, a diferencia de la doncella disfrazada, estos personajes no son únicamente apariencia, tienen que interactuar exponiendo una historia y experiencias propias, mediante las cuales tratan de persuadir a sus interlocutores, Sancho Panza y Don Quijote, de que abandonen sus andanzas aventureras. Su identidad ficticia es mucho más consistente y sobre todo poco arquetípica que un disfraz común como la mujer travestida, de modo que se suman al infinito juego de espejos de narrador y oyente/lector/espectador que Cervantes esgrime con suma maestría a lo largo de toda su obra magna.
¿Cómo es Tomé Cecial? Pues no es exhaustivo el texto al describirlo. Sabemos que es compadre de Sancho Panza, un aldeano labrador que cuida sus tierras para llevar el pan a casa. Presuponemos que es un hombre con un cierto grado de buena voluntad pues decide colaborar, al menos un poco, con el bachiller Sansón Carrasco en el rescate del hidalgo y su vecino a fin de devolverlos a una vida cuerda. Tampoco descartemos que no sea uno de tantos sujetos del barroco que, buscando divertirse a costa de la burla ajena, salen escaldados; quizás esto explicaría porque desiste tan rápido de la empresa en cuanto ve que se complica –si bien, las impresiones de texto nos decanta más en favor de la primera opción.
En todo caso, más interesante es analizar cómo es y quién es el escudero del Caballero de los Espejos. Sorprende que Cervantes inicie con los escuderos el doble diálogo intercalado. El lector primero les oye hablar a ellos, tan pronto como el escudero del de los Espejos se lleva a un lado a Sancho Panza para hablar de cuestiones “escuderiles”. Los caballeros hablarán entre sí después, cuando al lector ya no le queda duda que allí hay gato encerrado.
Si se tiene en cuenta que el propósito de Tomé Cecial es conseguir que Sancho vuelva a labrar sus tierras hay que ver claro que su personaje existe para alcanzar este fin. El escudero del Caballero de los Espejos exhibe así opulencia en viandas lo que lleva a Sancho a lamentar la pobreza de sus alforjas, al tiempo que se relaja disfrutando el obsequio. Como personaje típicamente carnavalesco frente a su amo, tendencialmente cuaresmal, es paladeando el vino y la buena comida en raciones copiosas cuando Sancho se regocija, se le suelta la lengua y más aflora su sinceridad.
Una vez lo tiene en su salsa es cuando el escudero del de los Espejos empezará a exponerle sus verdaderas intenciones. Se queja de la dura vida del escudero que soporta mil desgracias a la espera de la prometida ínsula. Hasta hace alguna alusión melancólica al lugar de origen, a la seguridad del campesino que tiene en el trabajo de la tierra y el pago del jornal la base de su forma de vida.
Hagamos un momento un breve excurso. Si nos fijamos este personaje escuderil responde a la expectativa del lacayo: cumplidor de sus funciones, pero ante todo interesado y materialista. Se parece al Sancho Panza de Avellanada. Como cabría esperarse por lógica, el escudero del libro apócrifo terminará abandonando al hidalgo loco para irse a servir a un amo rico que le pague bien. Si duda este falso Sancho Panza no habría duda de seguir en su propósito al escudero del Caballero de los Espejos, hasta podría haber sido él mismo tal escudero.
Sin embargo, la respuesta de Sancho rompe las expectativas de su interlocutor y del propio lector. Aunque ya viene demostrando notables signos de nobleza e inteligencia, aquí por primera vez da manifestaciones claras de lo que se ha venido a llamar su “quijotización”. No sólo reconoce que tiene a su amo por un loco rematado –algo de lo que sabemos es consciente al menos desde que en la Primera Parte hace de correo para Dulcinea del Toboso. Además, muestra un relativo interés en la ínsula. Por supuesto que le gustaría ser gobernador, pero a su amo le une la lealtad, ya que le ve como a un ser de corazón bondadoso y noble, inocente como un niño.
El escudero del de los Espejos entonces insiste, pero Sancho no cede. Casi para abortar la discusión, le dice que al menos acompañará a su amo hasta las justas de Zaragoza –cuando luego cambie de propósito le seguirá más lejos. Entonces su interlocutor cambia de estrategia: de la persuasión pasamos a la intimidación. Asusta a Sancho diciéndole que en su tierra es costumbre que los escuderos se batan al tiempo que lo hacen sus amos y aunque, tras las reticencias de este, que no duda en rendirse sin dar batalla, empieza a proponerle formas atenuadas de lucha, no consigue sino que Sancho vaya a refugiarse entre las faldas de su amo ante la brutalidad del tosco escudero cuya nariz parece casi un racimo de uvas tan llena como está de verrugas.
Cuando el caballero de los Espejos rueda por el suelo, Tomé Cecial se desprende de su disfraz temeroso de que en su locura don Quijote pueda cometer un homicidio. Sin embargo, no será hasta un poco después cuando certifique la muerte de su personaje. Nos referimos al momento en que, cuando ya está el bachiller encamado, reponiéndose de su costilla rota y tramando su venganza, Tomé se despide diciéndole que no cuente con él para seguir con más farsas caballerescas, que se vuelve a sus labranzas. No habrá más escudero para el Caballero de los Espejos.
Tomé Cecial es el contrapunto de Sancho Panza. A diferencia de su compadre, nunca se cree un verdadero escudero, es consciente que interpreta un papel –de ahí su dualidad entre su personaje y su persona no se encuentre en Sancho. El Escudero del Caballero de los Espejos es quejumbroso, echa de menos su vida doméstica y no parece tener más afecto por su señor que la paga de la ínsula. Este personaje, seguramente ideado por Sansón Carrasco, partía de la expectativa de crearle un par a Sancho, un homónimo de ambiciones y aspiraciones, con quien se pudiera entender y por quien se dejase convencer. Pero el escudero del caballero de los Espejos no se asemeja más a Sancho que el personaje apócrifo de Avellaneda. La noble lealtad fraterna de Sancho quiebra sus previsiones y desvela al lector que Sancho no es el tonto que se creía. La diferencia entre ambos se extremará cuando Tomé abandone al bachiller a la primera dificultad. Sancho nunca lo haría. Quizás la lealtad al margen del interés no es para los cuerdos.

Eduard Ariza Ugalde             

sábado, 26 de noviembre de 2016

El Quijote entorno a una cita de Ortega y Gasset

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Nota: Estas entradas recopilan una serie de cuatro ejercicios que he disfrutado para una asignatura de mi Grado en Filología Hispánica. En este caso, el último de los ejercicios, de un listado de citas de pensadores, escritores y filósofos debíamos escoger una y trazar una reflexión vinculada a la novela cervantina.

Frase Escogida: "Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas -como el personaje don Quijote- son de una sustancia llamada estilo" J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote

Aunque el propósito de este último ensayo no sea bucear en el autor de la cita reflexiva, sino meditar entorno a la misma en relación a El Quijote, es imposible no recordar aquel ensayo breve de El Espectador, Estética en el Tranvía, donde a la vista de la imposibilidad para encontrar un arquetipo unívoco de belleza femenina, Ortega y Gasset culmina renegando del ideal estético en el sentido clásico. Precisamente, concluye antes de llegar al final de su trayecto que lo que es aplicable a la belleza femenina es aplicable a los artistas. Se debe medir a cada autor tomándolo a él mismo como patrón, en lugar de ambicionar la sistematicidad, a menudo obsesiva, del canon.
En ese sentido más importante que si El Quijote es "la mejor novela de la historia", es ser capaces de postular por qué es una muy buena novela. En cuanto al podio de los ganadores en el Olimpo literario universal es mejor dejarlo al gusto de cada persona, pues la literatura no es una ciencia exacta.
Pese a las apariencias de que se reviste la ficción cervantina, evidentemente nunca existió un Alonso Quijano, ni Cervantes tradujo unas notas en árabe de un señor Berenjena, en buena hora halladas en los anales de La Mancha. En otras palabras, todo El Quijote es una ficción. Esto no implica una total inhibición surgida de la nada. Tal vez en España Cervantes pudo oír hablar de algún caso de locura similar al de su criatura, pero sin duda alguna su personaje no tiene resortes biográficos.
El Quijote pues no guarda conexión directa con la realidad material -sin perjuicio de que se vea influenciada por esta, no únicamente a efectos de la configuración del personaje, sino, aún más importante, en torno a la descripción de la atmosfera vital de la obra. En relación con el texto de El Espectador al que acabamos de aludir esto es importante, ya que significa que, a diferencia de las realidades materiales y energéticas, ni El Quijote ni la literatura o el arte son medibles con confortable exactitud.
Cabe entonces preguntarse qué es esa "sustancia" llamada estilo. Uno de los primeros rasgos que podemos convenir es que el estilo es ante todo intuitivo. Casi a todo ser humano es común la capacidad de percibir cuándo algo o alguien tiene estilo sin que sea capaz de explicar exactamente por qué. Esta percepción no debe ir necesariamente ligada a que algo nos guste. No es imprescindible que nos guste El Quijote para que si lo leemos dentro de su contexto atisbemos con nitidez que tiene estilo.
El otro rasgo del estilo radica en la particularidad. El estilo tiene algo de propio e intransferible. Cuando se aplica al arte deviene la expresión más emotiva de la individualidad humana. El estilo siempre tiene ese particularismo, incluso cuando sienta escuela, somos capaces de distinguir el original de la copia dada su falta de mecanicismo. Esto sin duda se ve con claridad cuando comparamos la obra de Cervantes que fluye con naturalidad frente a la encorsetada narración de Avellaneda carente de estilo.
Podemos concluir en definitiva que el estilo es una suma de una particularidad difícilmente medible y sistematizable, pero altamente intuitiva, característica de un sujeto, a la vez que espontánea, más difícil de sintetizar en lo académico que de realizar en la práctica. De ahí la gran dificultad para explicar el estilo y más aún el estilo cervantino.
En su prosa Cervantes no se nos revela un obseso de la estética. Desde Mayans hasta Martín Riquer se ha convenido en que al autor castellano poco le importaban las pequeñas erratas o inconexiones de su prosa. Repetirse un poco o cosas similares nunca parecieron preocuparle demasiado. Su estilo radica pues no sobre cuidadosa disposición de las palabras, como sería el caso de Flaubert, sino más bien en la capacidad de interacción de sus personajes.
Y a mi entender esa es precisamente la palabra clave: "interacción". Cervantes es en verdad un autor altamente original en lo que al diseño de sus criaturas se refiere. La páginas de El Quijote rebosan de personajes complejos que llevan siglos siendo analizados, por supuesto nos referimos a don Quijote y Sancho, pero también a Sansón Carrasco, Marcela, Cardenio, Ricote etc. Además su genio en esta materia no muere en su obra magna, véanse al protagonista de El Licenciado Vidriera o El Coloquio de los perros verbigracia. No obstante, el verdadero rasgo que marca la diferencia en Cervantes y le da estilo propio reside en la interacción de estos personajes, más exactamente en la comunicación de sus diversas voces. Dentro y fuera de El Quijote sus personajes se pasan la vida hablando, contando historias a sus interlocutores, historias que en cierto modo suelen revelar algo sobre ellos mismos.
La crítica suele hablar de la heterofonía de los personajes de Cervantes. Sin duda este es un rasgo elemental de su estilo. Al menos en lo que a la faceta formal se refiere. Ahora bien, el fondo siempre esconde dos dramas entorno a la conversación, o bien que los partícipes del diálogo son incapaces de entender a su interlocutor, como don Quijote con el cura y el barbero; o aunque se comprendan algo hace imposible que puedan comunicarse, como si la empatía desbordara a las palabras que marcan un anillo de hierro, una frontera de soledad para el yo que aunque sea comprendido nunca se sentirá entendido. Este sería el caso de Sancho hacia su amo o del mismo hacia Ricote. Entiende la situación de sus interlocutores, le gustaría ayudarles de algún modo; de hecho, les ayuda, pero no con palabras. Las palabras nunca consiguen llegar a transmitir del todo sus sentimientos ni le permiten ser entendido por quienes le rodean.
Si asumimos este punto de vista, vemos que la oralidad en la narración cervantina se bifurca en dos sendas bien diferenciadas. Por un lado la oralidad que sirve para contar o leer historias, como El curioso Impertinente o el relato del Cautivo. Esta siempre consigue su propósito, fascina al oyente que la escucha embelesado. La otra oralidad es, como acabamos de ver, el diálogo como forma de intercambiar perspectivas, hacerse entender y mostrar comprensión hacia el otro. Esta segunda forma de oralidad siempre conduce a malentendidos.
Esta idea de que el lenguaje no satisface como vehículo de comunicación -aunque sea un magnífico entretenimiento- ha sido un tópico y hasta un dolor de cabeza para infinitos autores y filósofos, antes y después de Cervantes, aunque pocos lo aborden con su ironía alejada de cualquier postura trágica.
En su caso podemos decir que acepta al lenguaje tal como es, como vehículo de interacción entre seres humanos, exitoso en la satisfacción de ese instinto ancestral que es querer que nos cuenten un cuento, pero frustrante para la comprensión mutua. Y sin embargo, no basta la reiteración de tan frustrante fracaso para que el ser humano desista de hacerse entender y anhele mostrar a otros que los comprende. En el modo en cómo trata esta idea, más constante en la obra cervantina de lo que pueda parecer a primera vista cuando se comparan sus otros trabajos con El Quijote, donde sin duda este tópico devine omnipresente, radica esa sustancia no medible a diferencia de la materia y la energía que se denomina estilo.

Eduard Ariza Ugalde             

La escena más erótica de El Quijote: la canción de Altisidora

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Altisidora y don Quijote por Gustav Doré.

Nota: Estas entradas recopilan una serie de cuatro ejercicios que he disfrutado para una asignatura de mi Grado en Filología Hispánica. En este caso nos dieron a escoger entre argumentar cuál era la escena más emotiva de El Quijote -excluyendo la muerte del protagonista-, el más ingenioso intercambio de palabras o la escena más erótica -excluyendo el pasaje de Maritornes en la Primera Parte.

Sin duda es un reto buscar una escena erótica en El Quijote. De los muchos adjetivos que nos vendrían a la mente para describir esta magnífica novela “erótico” difícilmente sería uno de ellos. La sexualidad en El Quijote parece soterrarse en lo desaparecido. Incluso en Sancho, que en cierto modo encarna las apetencias de los instintos más básicos del ser humano, la sexualidad duerme; casto guardián de su matrimonio no muestra intenciones hacia las mujeres que se le presentan.
La falta de espacio y de una bibliografía decente imposibilitan ahondar en este punto. Baste con señalar el hecho para consignar la dificultad de escoger una escena erótica. Con todo, precisamente por esto, resultaba interesante tratar de buscar este elemento en sus voluminosas páginas. Mi elección ha sido el pasaje en que Altisidora entona para don Quijote una canción de amor con un arpa.
Para llevar a cabo esta elección el criterio que se ha seguido ha sido un método doble constituido, por una parte, por adoptar el punto de vista del S XVI y en consecuencia su noción de lo erótico, y, por otra parte, tener en cuenta las expectativas que la sexualidad toma siempre en las obras de perfil cómico.
Empezando por lo último, hoy en día nos basta con echar un vistazo a la cartelera de películas cómicas, a menudo un tanto soeces, para percatarnos que en la comedia a menudo la libido suele presentarse con una intensidad obsesiva, únicamente salvada de transmitir una impresión patológica por la atmosfera risueña que la envuelve.
La sexualidad en una obra cómica frecuentemente queda marcada por una frustración en la consumición y una exageración en sus formas, siendo ambos factores clave para despertar la risa. Basta con pensar en los hombres de Lisístrata, la impresión que causan sus genitales tras la metamorfosis al protagonista de El Asno de Oro de Apuleyo, los desamores del protagonista del poema del Arcipreste de Hita, y tantos personajes de comedias que ven imposibilitados sus lances amorosos casi como si de una sublimación del coitus interruptus se tratara.
Más general aún es la regla que el amor y el deseo tamizados por la comicidad no puedan tomarse en serio. La gravedad que se espera acompañe a la manifestación de tales pasiones y/o sentimientos se suspende. Gracias a eso es posible la burla de situaciones tendencialmente tan serias.
Por otro lado, como decíamos, no podemos juzgar los estándares eróticos del principios del S XVII con nuestros parámetros. Antes bien, aún dando por sentado que la obra magna de Cervantes no es pródiga en humor sexual ni erótico, no podemos esperar encontrar las insinuaciones, motivos o escenas que nos brindaría el erotismo de nuestro siglo.
En este punto es prudente hacer una digresión, ya que hay que distinguir erotismo de pornografía. El erotismo se modula con el tiempo y se adapta al lenguaje del cortejo y la insinuación de cada época. La pornografía, más allá de pequeñas variaciones de estética superficial, responde siempre a una visceralidad constante como es la exhibición explícita del universo sexual como fuente de estímulo libidinoso. En ese sentido, seguramente no hallaríamos grandes diferencias -fuera de la mecánica del soporte- entre los frescos que decoraban las salas privadas del emperador Tiberio en Capri, las biblias incautadas durante la reforma del cisterciense por haber dibujado en sus márgenes los escribanos monásticos mujeres desnudas o escenas de cópula, las narraciones del marqués de Sade, o una película de Nacho Vidal.
En contraste con la pornografía, el erotismo se basa en anular este carácter explícito de lo carnal. Exhibir una insinuación es un proceso más sofisticado y mucho más condicionado socialmente que el sexo en sí mismo.
Si con estas premisas leemos el pasaje del Capítulo XLIV de la Segunda Parte de El Quijote, vemos que asistimos a una parodia del amor cortés. En efecto, es un pasaje paródico, como el resto de la novela, pero no por ser paródica debemos obviar el contenido erótico de la escena.
La doncella -es decir, una mujer virgen- que tañe un instrumento en este caso un arpa arrullando de amor por un hombre es una imagen clásica de elevado contenido erótico en diversas novelas de caballerías, materia de Bretaña, obras pastoriles y demás literatura del contexto histórico. Des del amor cortés, el canto de amor se ha convertido en una fórmula sublimada de la proclamación amorosa, una previa al encuentro sexual -o en su defecto, como las albadas, posteriores al encuentro pasional.
En ese sentido, cuando tomamos en abstracto esta escena estamos incuestionablemente ante una situación tópica en el contexto amoroso y erótico para cualquier contemporáneo de Cervantes que se hubiera dado cuenta de ello. Bajo nuestro punto de vista es absolutamente paródica la imagen de Altisidora con el arpa queriendo "matar la caspa" de su amado rascándole la cabeza, mientras don Quijote se lamenta de su mala suerte de que todas las doncellas se le miran se enamoren de él a pesar de que su corazón pertenece por entero a Dulcinea del Toboso. Pensamos en el burlado caballero absurdamente seguro de sí mismo, capaz de creerse tan patente embuste y nos viene la risa. La escena debió ser sin duda igual fuente de risas para el lector barroco. Sin embargo, para él la presencia del elemento erótico parodiado debió percibirse con mucha más intensidad que para nosotros obteniendo una impresión parecida a la que apreciamos cuando en una asistimos a ciertos diálogos cinematográficos cargados de ironía sexual.
Evidentemente el erotismo de esta escena, como el valor, al sabiduría, la justicia y todos los demás elementos que aparecen en El Quijote queda, como ya hemos señalado, caricaturizado en la parodia. Mas por coherencia, sería injusto negar a esta escena una esencia erótica de base y, sin embargo, admitir que los disparatados parlamentos de don Quijote contienen destellos de sabiduría o nobleza.
En caso de que nos apetezca ponernos trágicos, leer la escena como la leyeron los románticos, podemos inquirirnos sobre qué vemos. Sin duda algo dramático, un loco -o un idealista, todo depende de lo románticos que nos pongamos- que cree en el sincero amor de una mujer que en realidad está jugando con él para divertir a sus amos. En el siguiente pasaje, con una vihuela tratará sanar el mal de amores de Altisidora ante los que se siente conmovido y sin duda atraído. Tanto en la escena del arpa, como en la siguiente, como en el pasaje en que los duques le harán recibir una ducha de gatos, don Quijote pugna con sus instintos y la atracción que siente por la hermosa doncella y la lealtad hacia su dama -igual que en la escena de Maritornes. Pero incluso en esta lectura más propicia a la compasión y a dolerse de la crueldad inclemente del mundo percibimos el elemento erótico en la mente enloquecida del Caballero de los Leones.

Por último quisiera cerrar este breve ensayo con una reflexión personal. En un mundo tan ansioso de saber y actividades "útiles" en el sentido práctico -y explotable-, el placer del hacer por hacer, conocer por conocer, parece haber ocupado el lugar de la acidia en la antigua escala de los pecados capitales. En ese sentido,  diría a quienes consideren que la lectura de literatura clásica es "inútil" que ya que son incapaces de gozarla por sí misma, la vivan como un ejercicio que estimule su empatía. Entendiendo lo que una obra literaria puedo significar para su época adquiere para nosotros otro significado más rico, más completo. Así conociendo mejor otras ideas y pensamientos, enriquecemos nuestra mente.

Eduard Ariza

lunes, 21 de noviembre de 2016

Memorias de "mi Quijote"


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Para Sofía Laura, el vértigo de mi tristeza

Para mí pensar en El Quijote es pensar en Islandia. Ambas, novela y lugar, permanecerán inseparables en los entresijos de mi memoria hasta que fallezca, porque fue allí cuando lo leí por primera vez a los once años.
Exactamente, no sé si sabría ubicar mis primeros recuerdos de El Quijote. Como a tantos niños, en algún momento de mi infancia se debió de hablar de ese loco tan divertido que envestía molinos creyendo que eran gigantes. Sí recuerdo a mi abuelo citando a veces para que yo me riera las primeras frases de la novela. Nunca había llegado a leerla. Lo sé porque cuando yo era pequeño buscó mucho tiempo una edición con un tipo de letra que sus cataratas le permitieran leer cómodamente –creo que nunca llegó a encontrarla- para poder leer por fin “el libro de Cervantes”. En cuanto a mi madre y mi tía creo que tampoco la han leído. En todo caso no recuerdo que me hablaran demasiado de ella.
Visto lo visto, mi pasión por El Quijote –no por las anécdotas de algunas de sus más cómicas y populares escenas, que lo rebajan a un rosario de situaciones chistosas, sino por la obra en sí- empezó en quinto de primera. Ese año cambié de escuela. Mis dos últimos cursos de primaria tuve como profesora de lengua a una mujer muy mayor –si los recuerdos no me fallan se jubiló forzosamente cuando terminé primero de ESO- que por sistema dedicaba siempre unas semanas del tercer trimestre a hablarnos de la novela de Cervantes.
Ese mismo verano imbuido de interés compré un tomito de bolsillo, edición de Martín Riquer que aún conservo y me lo llevé a Islandia en las vacaciones de verano. Lo acompañaron otros dos libros, uno era Viaje al centro de la tierra, después de todo qué mejor lugar que Islandia para leer esa novela de Julio Verner, ya que el viaje se inicia allí; respecto al otro, su título sinceramente no lo recuerdo.
Hay que decir que apenas tres años antes cuando cursaba segundo de primaria a mí madre le habían dicho que difícilmente su único hijo sería capaz de terminar la ESO, dados los muchos problemas que tenía para aprender a leer –parece ser que no era un problema de inteligencia, sino una dislexia mal diagnosticada, tampoco me he preocupado nunca de saberlo. A mi madre nunca la convenció el diagnóstico, me enseñó a leer. En apenas un año más tarde leí mi primer “libro largo”, Harry Potter y la Piedra Filosofal. Después de leer los siguientes tres libros de la escritora escocesa, en tanto que esperaba la continuación de la saga, leí a Julío Verner y supongo que gracias a que me di cuenta de que mi problema era mecánico y no de cognitivo, ese verano me atreví a leer El Quijote.
No costará imaginar la reacción de mi madre y de mis tíos que nos acompañaban en el viaje. Recuerdo que de vez en cuando me quitaban el libro de las manos literalmente y me hacían explicarles lo que estaba leyendo. Yo se lo explicaba encantado. Aunque como todos los niños, era un poco caprichoso, así que una vez terminé de leer la novela y empecé con el ensayo introductorio, que me pareció entonces mortalmente aburrido en comparación con la prosa cervantina, de modo que insistí a mi madre hasta que terminó de leerme alguno de sus pasajes en voz alta como había hecho hasta hacía muy poco con casi toda palabra escrita que caía en mis manos.
De aquella experiencia tengo que extraer varias conclusiones. La más importante para mí es la superación personal; a partir de entonces nunca volví a tener miedo a leer nada. También me he dado cuenta de que, en cierto modo, El Quijote fue mi último juguete antes de la adolescencia.
Ese mismo año, que por cierto, no lo he dicho, pero era el centenario de la primera parte de El Quijote, por navidades, debajo de mi árbol hubo un regalo muy especial, la edición de lujo ilustrada por Salvador Dalí. Así Cervantes me condujo hasta uno de mis pintores favoritos. Volví a leer El Quijote esa primavera –es curioso, nunca he leído una adaptación del libro. De aquellas lecturas, cuyas sensaciones e impresiones no sabría explicar ahora, después de todo, como diría San Pablo, “cuando era un niño pensaba como un niño”, sí recuerdo una sensación agradable, como de juego, porque me daba cuenta de lo divertido que era El Quijote y un pellizco de orgullo infantiloide por saber que comprendía palabras e ideas que muchos de los mayores no entenderían nunca.
Quizás aquellas dos primeras lecturas fueron las únicas que haré en toda mi vida de la novela tal como la concibió Cervantes: una obra para hacer reír, para evacuar los humores más espesos del lector y librarlo de la melancolía. Sí, también quería hacernos pensar, qué duda cabe, pero antes de que la lectura romántica que nos ha dejado a todos los lectores adultos un hálito de pesimismo vital cada vez que leemos la novela, El Quijote perseguía –y conseguía- sobre todo hacer reír, consumando así en lo horaciando el prodesse et delectare. Cuando volví a leer la novela en primero de carrera, ya no me reí tanto. Buceé en su filosofía y cerré el libro melancólico, incapaz de reencontrarme con la novela infantil, con mi juguete.
La otra reflexión, más impersonal, es que quizás hemos ahogado una de las mejores piezas de literatura en un mar de ensayos y prefacios introductorios. Desde que Mayans escribió la primera biografía del autor, un sinfín de eruditos ha tratado enriquecer la obra con ensayos y reflexiones de todo tipo. Resulta imposible negar el valor de la mayoría de estos textos, pero el peso de sus cadenas de referencias exegéticas y hermenéuticas a veces estrangula al original, y dejamos de conocer a Cervantes y a sus criaturas por nosotros mismos, para reconocerlas por las interpretaciones ajenas.
Este año he releído El Quijote por última vez. Ya lo había vuelto a leer en tercero de carrera cuando cursaba renacimiento. Estas dos últimas relecturas me han reconciliado con la novela, ya sin síndrome de Peter Pan, aceptando sin melancolía la belleza reflexiva de la lectura adulta.
Creo que la posibilidad de cursar la variable "Cervantes y la novela moderna" en mi último año en filología, tras dos años de intentar cogerla sin posibilidad de hacerlo, es una gracia del destino con la que no había contado. Al ser este mi último año como graduado universitario, vuelvo a leer esta obra en un momento de transición vital, cuando la tensión entre idealismo y pragmatismo se extrema en mí de caras a la entrada en el mundo laboral. Tampoco puedo dejar de mencionar, aunque esto ya es más a título de anécdota, que este año ingreso como voluntario en la Orden de Malta, una orden de caballería.

Eduard Ariza