Para Sofía Laura, el vértigo de mi tristeza
Para mí pensar en El Quijote es pensar en Islandia. Ambas, novela y lugar,
permanecerán inseparables en los entresijos de mi memoria hasta que fallezca,
porque fue allí cuando lo leí por primera vez a los once años.
Exactamente, no sé si sabría ubicar mis
primeros recuerdos de El Quijote. Como a tantos niños, en algún momento de mi
infancia se debió de hablar de ese loco tan divertido que envestía molinos creyendo
que eran gigantes. Sí recuerdo a mi abuelo citando a veces para que yo me riera
las primeras frases de la novela. Nunca había llegado a leerla. Lo sé porque cuando
yo era pequeño buscó mucho tiempo una edición con un tipo de letra que sus
cataratas le permitieran leer cómodamente –creo que nunca llegó a encontrarla-
para poder leer por fin “el libro de Cervantes”. En cuanto a mi madre y mi tía
creo que tampoco la han leído. En todo caso no recuerdo que me hablaran
demasiado de ella.
Visto lo visto, mi pasión por El Quijote
–no por las anécdotas de algunas de sus más cómicas y populares escenas, que lo
rebajan a un rosario de situaciones chistosas, sino por la obra en sí- empezó
en quinto de primera. Ese año cambié de escuela. Mis dos últimos cursos de
primaria tuve como profesora de lengua a una mujer muy mayor –si los recuerdos no
me fallan se jubiló forzosamente cuando terminé primero de ESO- que por sistema
dedicaba siempre unas semanas del tercer trimestre a hablarnos de la novela de
Cervantes.
Ese mismo verano imbuido de interés
compré un tomito de bolsillo, edición de Martín Riquer que aún conservo y me lo
llevé a Islandia en las vacaciones de verano. Lo acompañaron otros dos libros,
uno era Viaje al centro de la tierra,
después de todo qué mejor lugar que Islandia para leer esa novela de Julio
Verner, ya que el viaje se inicia allí; respecto al otro, su título
sinceramente no lo recuerdo.
Hay que decir que apenas tres años antes
cuando cursaba segundo de primaria a mí madre le habían dicho que difícilmente
su único hijo sería capaz de terminar la ESO, dados los muchos problemas que
tenía para aprender a leer –parece ser que no era un problema de inteligencia,
sino una dislexia mal diagnosticada, tampoco me he preocupado nunca de saberlo.
A mi madre nunca la convenció el diagnóstico, me enseñó a leer. En apenas un
año más tarde leí mi primer “libro largo”,
Harry Potter y la Piedra Filosofal. Después de leer los siguientes tres libros
de la escritora escocesa, en tanto que esperaba la continuación de la saga, leí
a Julío Verner y supongo que gracias a que me di cuenta de que mi problema era
mecánico y no de cognitivo, ese verano me atreví a leer El Quijote.
No costará imaginar la reacción de mi
madre y de mis tíos que nos acompañaban en el viaje. Recuerdo que de vez en
cuando me quitaban el libro de las manos literalmente y me hacían explicarles
lo que estaba leyendo. Yo se lo explicaba encantado. Aunque como todos los
niños, era un poco caprichoso, así que una vez terminé de leer la novela y
empecé con el ensayo introductorio, que me pareció entonces mortalmente
aburrido en comparación con la prosa cervantina, de modo que insistí a mi madre
hasta que terminó de leerme alguno de sus pasajes en voz alta como había hecho
hasta hacía muy poco con casi toda palabra escrita que caía en mis manos.
De aquella experiencia tengo que extraer
varias conclusiones. La más importante para mí es la superación personal; a
partir de entonces nunca volví a tener miedo a leer nada. También me he dado
cuenta de que, en cierto modo, El Quijote
fue mi último juguete antes de la adolescencia.
Ese mismo año, que por cierto, no lo he
dicho, pero era el centenario de la primera parte de El Quijote, por navidades, debajo de mi árbol hubo un regalo muy
especial, la edición de lujo ilustrada por Salvador Dalí. Así Cervantes me condujo
hasta uno de mis pintores favoritos. Volví a leer El Quijote esa primavera –es curioso, nunca he leído una adaptación
del libro. De aquellas lecturas, cuyas sensaciones e impresiones no sabría
explicar ahora, después de todo, como diría San Pablo, “cuando era un niño
pensaba como un niño”, sí recuerdo una sensación agradable, como de juego, porque
me daba cuenta de lo divertido que era El
Quijote y un pellizco de orgullo infantiloide por saber que comprendía
palabras e ideas que muchos de los mayores
no entenderían nunca.
Quizás aquellas dos primeras lecturas
fueron las únicas que haré en toda mi vida de la novela tal como la concibió
Cervantes: una obra para hacer reír, para evacuar los humores más espesos del
lector y librarlo de la melancolía. Sí, también quería hacernos pensar, qué
duda cabe, pero antes de que la lectura romántica que nos ha dejado a todos los
lectores adultos un hálito de pesimismo vital cada vez que leemos la novela, El Quijote perseguía –y conseguía- sobre
todo hacer reír, consumando así en lo horaciando el prodesse et delectare. Cuando volví a leer la novela en primero de
carrera, ya no me reí tanto. Buceé en su filosofía y cerré el libro
melancólico, incapaz de reencontrarme con la novela infantil, con mi juguete.
La otra reflexión, más impersonal, es
que quizás hemos ahogado una de las mejores piezas de literatura en un mar de
ensayos y prefacios introductorios. Desde que Mayans escribió la primera
biografía del autor, un sinfín de eruditos ha tratado enriquecer la obra con
ensayos y reflexiones de todo tipo. Resulta imposible negar el valor de la
mayoría de estos textos, pero el peso de sus cadenas de referencias exegéticas
y hermenéuticas a veces estrangula al original, y dejamos de conocer a
Cervantes y a sus criaturas por nosotros mismos, para reconocerlas por las
interpretaciones ajenas.
Este año he releído El Quijote por última vez. Ya lo había vuelto a leer en tercero de
carrera cuando cursaba renacimiento. Estas dos últimas relecturas me han
reconciliado con la novela, ya sin síndrome de Peter Pan, aceptando sin
melancolía la belleza reflexiva de la lectura adulta.
Creo que la posibilidad de cursar la variable "Cervantes y la novela moderna" en mi último año en filología, tras dos años de intentar cogerla sin
posibilidad de hacerlo, es una gracia del destino con la que no había contado.
Al ser este mi último año como graduado universitario, vuelvo a leer esta obra
en un momento de transición vital, cuando la tensión entre idealismo y
pragmatismo se extrema en mí de caras a la entrada en el mundo laboral. Tampoco
puedo dejar de mencionar, aunque esto ya es más a título de anécdota, que este
año ingreso como voluntario en la Orden de Malta, una orden de caballería.
Eduard Ariza
Eduard Ariza
Pues estaba yo pensando anécdotas mías sobre esas primeras lecturas que le marcan a uno para compartir aquí, pero me acabo de dar cuenta de que no quiero. No quiero fastidiar este artículo tan personal, porque es el más bonito que te he leído (en prosa o en verso).
ResponderEliminarAunque, por otro lado, ya sabes que soy de lágrima fácil.
Em sembla molt bé que siguis bleda de llàgrima fàcil, però coi no siguis tan insegura. Els blogs existeixen per dir el que se'ns passi pel cap. Com Teitter pero sense limitació de lletres.
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