lunes, 2 de junio de 2014

Posponiendo el regreso (I)


Cuando salió de la casa, el señor Halifax sintió un peso en el pecho, como si el corazón se le deslizase entre las demás entrañas y cayese tórax abajo. No quiso volver la vista hacia su mansión.
Con paso inseguro recorrió sus mil metros de jardín y llegó a la casa de invitados. Los criados se habían ocupado de amueblarla y traerle sus objetos más queridos. En los días previos a la mudanza, le había preocupado que las cosas quedasen amontonadas, o sencillamente no cupiesen. Pero no, los criados habían encontrado lugar para todo.
Cerró los ojos y respiró profundamente. En el interior de su mente percibió las dimensiones de aquel espacio. Los más de cien metros cuadrados de aquella vivienda que tenía una sola planta no le parecían ni muy grandes ni muy pequeños. Quizá su ostentosa mansión sí que era demasiado grande, aunque en todos aquellos años ni se había dado cuenta. En realidad, había pasado mucho tiempo fuera de casa. Demasiado. Y muchas de las horas que había estado allí, se había recluido en su despacho.
Con resignación se sentó en uno de los sillones, uno de los que quedaba de espaldas a la gran pared de cristal desde donde se veía el jardín… y la casa.
-Señor –era uno de los criados-. La cocinera sugiere que puede contratar a un cocinero adjunto. Si no, es imposible que usted y la señora puedan comer a la misma hora. Aunque si no les importa comer con una hora de diferencia, ella dice que…
-No tengo hambre.
-Ya. Pero la tendrá.
El señor Halifax le dirigió una mirada profunda y agria. Convencido de que no era un buen momento para tratar aquel asunto, el chico salió de allí.
En efecto, el anciano señor siguió sin hambre. Durante semanas, apenas hizo una comida al día. Y nunca tuvo tres platos. El orgullo le obligó a comer de nuevo; no quería que Lily pensase que aquel ayuno era una estrategia para llamar su atención. Aunque el orgullo rara vez devuelve el apetito, por lo que cuando volvió a comer lo hizo esforzándose, con tal desgana que todos los sabores en su paladar le sabían pesados como el plomo.
Llevaban años fríos el uno con el otro, pero cuando se jubiló tuvo la impresión de que ya estaba a salvo del divorcio. Más o menos unidos pasarían sus últimos años hasta que uno muriese. Total, era demasiado tarde para considerar otras opciones.
Pero se había equivocado…
La tarde que Lily le planteó la crisis, él había estado jugando al ajedrez con un colega. Cuando se fue, lo acompañó a la puerta y al volver al despacho: allí estaba su mujer.
Lily nunca entraba en su despacho. Desde luego no se le había prohibido, sencillamente no tenía nada que hacer en él. En cuanto le miró el rostro, sus ojos de azul denso le anunciaron lo que estaba a punto de suceder.
Ya no podían seguir juntos, así se lo dijo. Lo primero que sintió Halifax fue una honda preocupación. ¿Qué dirían sus amigos? ¿A su edad se iba a tener que poner a dar explicaciones? El sudor de la vergüenza inevitable le humedeció la base del cuello y las mejillas hasta dibujar una mancha circular en los bordes del cuello de su camisa.
Trató de buscar una salida digna, algo que evitase el escándalo.
-Separémonos. Si quieres legalmente, pero nada de divorcios.
Los profundos ojos azules de Lily le apartaron la vista ofendidos y aburridos.
-La legalidad me da igual. No le veo la diferencia.
-Como quieras. Un convenio de separación te garantizaría unos derechos. Pero yo me comprometo a pasarte dinero cada mes, al margen del convenio.
Esta vez ella ni movió la cabeza. Se pasó la lengua por dentro de los labios disgustada.
-Me fío de ti, Willy. Lo que quiero es que te vayas. O que dejes que sea yo quien se marche.
-¡No! –sonó más enfadado que nervioso, aunque debiera haber sido al revés.- Por favor, quédate en esta casa. Te la cedo. Después de todos estos años de apoyo… Yo me iré a vivir a la casa de invitados. Pero que nadie se entere de esto.
Para su sorpresa Lily aceptó. Así había terminado su matrimonio de casi cincuenta años. Al segundo día de instalarse, le ingresó los 1.500 euros de pensión. Además le mandó una nota diciéndole que si tenía algún gasto extra o cualquier otra cosa se lo hiciese saber. A lo largo de los tres meses siguientes nunca recibió una petición de dinero extraordinaria.
Su carácter metódico y calculador lo llevaba a intentar valorar aquella situación con un amago de imparcialidad. Se repetía todos los días que aquello pasaba en los mejores matrimonios, además, él tenía la suerte de que Lily se había comprometido a ir con él a los actos sociales que les invitaran, así que nadie sabría nunca que ya no vivían juntos. Realmente a su edad, aquello de tener que contar cosas de su vida privada y aceptar compasión ajena le resultaba más desagradable que un cólico en el riñón.
Al principio quiso ocultarse la ilusión que tenía de que los invitasen a alguna cena benéfica, pero al final tuvo que confesarse que las ganas de volver a ver a Lily eran demasiado fuertes como para callarlas. Finalmente la invitación llegó.
Uno de los criados vino a avisarle. Halifax no pudo ni esconder su sonrisa. Bueno, se dijo, será la típica cena formal, nos sentaremos al lado y escucharemos charlas aburridas. Pero dentro de su cabeza, un pensamiento más profundo que aquel que imita la forma de las palabras le llenaba de euforia.
Para su desgracia, justo la noche antes cogió una gripe muy aparatosa. Pese a los esfuerzos que hizo al día siguiente, la fiebre alta no le permitió moverse de la cama. Resignado le mandó el recado a Lily, tendría que ir sola. Seguro que ahora iba a pensar que aquello de la gripe era un montaje y que no la quería ver. Con aquel miedo convirtiéndose en obsesión, Halifax se dejó devorar por el cansancio y el dolor de cabeza hasta que se durmió.

8 de Agosto de 2013
Eudard Ariza


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